lunes, 27 de abril de 2009

La Elegancia del Erizo de Muriel Barbery

















Comentarios de Ricardo Hernández Diosdado

Lo mejor de esta novela es el título, si bien quizá hubiera
sido más apropiado éste:
“Divagaciones Filosóficas de una Portera Parisina”.
No es una buena novela en mi opinión, aunque sí es una
novela bien escrita. El estilo de Barbery es depurado y directo,
construye las frases con acierto y la sintaxis es correcta. Ello le da
amenidad al relato, siempre que no entre en disquisiciones
filosóficas, que más parecen divulgaciones para principiantes u
opiniones sarcásticas de una rebelde profesora de filosofía,
puestas en boca de uno de los protagonistas; o, con más
propiedad, en su pluma, ya que se trata de un diario. De dos mejor
dicho, ya que la otra figura central del relato también escribe el
suyo. Lo que no sabemos en desde cuándo. Más bien parece que
empiezan los dos al tiempo: el del comienzo de la novela, porque
ningún diario describe a su autor con detalle cuando ya está
iniciado. En todo caso lo haría al principio.
Pero dejando estas menudencias, vamos a centrarnos en
ambos personajes: esa creación sui generis de la autora. En mi
opinión son dos figuras estomagantes ya desde las primeras líneas
en que se van retratando. La niña bitonga: Paloma –así se llama
en el original francés también es una adolescente–, o pre
adolescente, que se denomina a sí misma como niña prodigio, o
algo parecido, excepcionalmente inteligente, según dice, o
constata por las diferencias que aprecia respecto a sus
compañeras. Pero es una muchacha inadaptada, tal vez en parte
por lo anterior. Solitaria y asocial, resentida con el entorno, en
especial el familiar, y desde luego inadaptada y rebelde más allá
de lo propio de su edad y condición. Reniega de su alto estatus
social y económico, pero lo disfruta, y, en su rebeldía, anuncia el
propósito de suicidarse al cumplir los trece años- ahora tiene doce
y medio- y quemar su casa sin que haya víctimas –ignoramos
cómo, pues se trata de una vivienda de ocho pisos–. Desde luego
este golpe de efecto de la autora no cuela cómo tal, pues
cualquiera adivina al principio que no lo va a llevar a efecto.
La otra protagonista –más importante en el relato y que ya
apareció en la primera novela de la autora: Una Golosina– es la
portera del lujoso edificio de viviendas de la calle Grenelle 7 de
París. Se llama Renée –Renata en español, sin traducir como
Paloma. Es costumbre de los que efectúan las traducciones no
hacerlo con los nombres, y la regla la sigue Isabel González
Gallarza, quien por otra parte tiene el mérito de haber hecho un
trabajo perfecto–. Renée es fea, cincuentona y viuda, y
excepcionalmente preparada, pero una autodidacta sin método
alguno ni orden en sus conocimientos, como ella misma reconoce.
Ha leído todo lo que cayó en sus manos y se ha preocupado de
prepararse además artística y musicalmente. Hace concesiones a
la cultura popular en su aprecio por el rapero Eminem –tal vez a
Barbery le pareció demasiado perfecta su creación y le dio este
tinte subcultural, como hizo con Paloma en su afición por los
mangas o comics japoneses–. Pero en todo caso ese acervo
cultural lo oculta, vergonzantemente, a los inquilinos de la finca
de la que es portera –gran institución francesa y sobre todo
parisina, con notables muestras en la literatura gala. Recuérdese
que la mayor parte de los casos el inspector Maigret, esa genial
creación de Georges Simenon, los resuelve por información de las
porteras–. Renata asegura que lo oculta para estar en su lugar, o
en el lugar que entiende debe ocupar en la mente de aquellos
burgueses enriquecidos, a los que odia y desprecia; da la
impresión que, en gran parte, por no poder estar a su altura social;
pues, cuando tiene ocasión de hacerlo con un parigual
culturalmente que aprecia sus saberes autodidactas, primero duda
por temor a que le ocurriera algo parecido a su hermana –
concesión al folletín o al culebrón de Barbery–, y después se
lanza en persecución de esa elevación social y económica que
adivina en el horizonte. Si lo logra, no tendrá que ocultar más su
formación: podrá medirse de igual a igual con el resto. Los
desprecia, pero quiere igualarse a ellos en su estatus. Sin embargo
la autora acaba con su anhelo y, en unas cuantas páginas, la
elimina. ¿Cobardía o justicia? ¡Cualquiera sabe! Tal vez hubiera
cubierto ya la extensión necesaria y no quería complicarse con
una nueva trama y un final feliz al estilo Cenicienta. O acaso por
esa tradición muy francesa de acabar con los personajes al final de
la novela o de la saga. Algo que se le dio bien a Alejandro Dumas
padre, quien mató, entre otros, a sus mosqueteros y al conde de
Montecristo, pero después de hacerlos disfrutar de mil aventuras y
cuando ya había agotado y exprimido a los personajes. O como
Houellebecq, en la actualidad, con sus “Partículas Elementales”.
O, como fuera del país galo, en Inglaterra, hiciera Conan Doyle
con el tan aprovechado Sherlock Holmes.
El caso es que Barbery se para ahí y no se complica la vida.
Tira por la calle de en medio y acaba con el personaje, que es
capaz de describir en el diario sus últimos momentos. A tal
extremo llegan sus prodigios. Porque no se negará que prodigioso
es todo en ella. Oculta con destreza su valía, en un alarde de
sumisión y de aceptación social de una inferioridad, que también
estima debe ser cultural. ¿Dónde está la tan cacareada
desaparición de las diferencias sociales: esa igualdad de clases de
la revolución gala, esa fraternidad universal? Cierto es esto es más
en el papel que en la realidad, pero yo he conocido muchas
personas cultas, de formación universitaria, trabajando en
menesteres menos considerados socialmente, incluso
infravalorados, a causa de necesidades eventuales o definitivas del
mercado de trabajo –caso de los emigrantes, entre otros–, y nadie
se sentía ofendido por su superioridad cultural, sino al contrario.
Sea o no éste el caso de Renée, lo cierto es que, tanto ella como
Paloma, ocultan su valía cultural. Acaso se pueda entender mejor
en la portera, no tanto en la niña prodigio hija de burgueses
adinerados. En ésta parece más una pose, una rebeldía contra ese
entorno que desprecia y al que tiene el propósito de destruir,
quemándoles la casa y hurtándoles su presencia en el mundo de
los vivos. Aunque la verdad es que ni ella misma se lo cree. Ni
tampoco la autora, quien juega con el lector desde el principio en
ese y en otros muchos aspectos, presentando arquetipos muy poco
creíbles en sus reacciones y en su personalidad.

Para seguir leyendo:
http://sinopsisdelarte.googlepages.com/LaEleganciadelErizo.pdf


Escritora japonesa de la obra
"Estupor y temblores"

1 comentario:

Felisa Moreno dijo...

Pues a mí me gustó, como ya te dije, supongo que es de esos libros que o te gustan o te repelen.

Un abrazo Lola, qué bien lo hemos pasado este fin de semana en tu casa, sois tan acogedores...