Hoy me he levantado hormiguita. Hacía mucho tiempo que no ordenaba el altillo del armario. Allí guardo las ropas que ya no uso, esperando otra oportunidad, y una caja con las prendas que pretendo rescatar del olvido.
Empecé a sacar aquel montón de ropas, que una vez significaron algo para mí, o las elegí cuidadosamente para una ocasión, o me las regaló una persona querida. Las iba amontonando sobre la cama: el jersey de punto que me tejió mi madre, el blusón hippy que me compré en Ansterdam, el traje de bautizo de mi hijo, un pañuelo de seda que me regaló mi primer novio, prendas de temporadas pasadas, a la espera de ponerse de nuevo de moda... Apareció el bolso negro de mi madre, del que no se desprendió hasta su muerte, y que aún me pregunto porqué lo conservo; se destaca ahora en la cúspide, acharolado, y con su cierre dorado. Mi madre se agarraba a él como si fuera el salvoconducto a la otra vida o su asidero más seguro en ésta. Pensé que tenía que prescindir de algunas prendas para hacer hueco a las siguientes.
El calendario del tiempo se abrió paso entre aquel batiburrillo de trapos y volvió recurrente a mi pensamiento. La mayoría de ellas ya estaban anticuadas, descoloridas, demasiado pequeñas para mi nuevo cuerpo. Mientras decidía de qué prendas me iba a desprender, asomó una de color rosado, con letras azules. La extendí sobre la cama y la planché con la mano. A la altura del pecho se leía: Blue Note, sobrepuestas sobre las Torres Gemelas de Manhattan, también azules e ignorantes de su destino. Forcé mis recuerdos y resucité a mi amigo Henry, el hispano que me regaló aquella camiseta. Fue en el club de Jazz, Blue Note, situado en el corazón de la “Gran Manzana” de Nueva York. Esa noche actuaba Carmen McRae. En los carteles del local se anunciaba “En homenaje a la figura de su admirada, Billie Holiday”. Yo no tenía ni idea de quién era esa cantante que nació en el barrio neoyorkino de Harlem. El local se quedó en penumbra, envuelto en el humo de los cigarrillos, y los focos barrían un sendero hasta penetrar en Carmen, iluminando su pelo corto, resaltando su boca de labios gruesos, su figura de matrona y sus instintos artísticos a tope. Su voz cálida y sensual que interrumpía, de vez en cuando, para regalarnos unas notas de humor- que yo no entendía por mis escasos conocimientos de inglés- se abría paso hasta los devotos feligreses de aquel templo consagrado a la música. Aquel día descubrí que el Jazz fue uno de los vehículos que sirvieron de liberación y cohesión a millares de esclavos negros.
Las fechas se me agolpaban, no sabía exactamente en qué año yo estuve en aquel club, ni cuando dejó de sonar la voz de Carmen McRae. Henry me contó en sus cartas posteriores que esta cantante famosa de Jazz, falleció victima de un enfisema pulmonar (tremenda enfermedad para una cantante), ni desde cuando yo no me ponía la camiseta. Sólo veía a mi amigo sonriendo, con su cara regordeta y alegre, ofreciéndome el paquetito que me acababa de comprar en el club, y esperaba, expectante, a que yo lo abriera. Desdoblé la prenda. Era de un color rosa chicle, con las Torres Gemelas y su ajedrez de ventanas; en azul, las letras del club Blue Notes. “Para que siempre te acuerdes de este día y de este lugar”, me dijo. Yo le devolví un beso.
Durante algún tiempo nos enviamos algunas cartas y postales; más tarde me enteré, por mi amiga Beth, que estaba enfermo: había contraído el sida. Un hombre le contagió. Sospeché que era gay desde que le conocí: su trato detallista con las mujeres, su sensibilidad para la belleza y la facilidad para emocionarse - aspectos poco corrientes en los hombres de aquella época-, hacían evidente su opción sexual. Cuando me enteré de la noticia, su deterioro era muy grande y me aconsejaron que no le escribiera porque le cuidaba su compañero y habían decidido que no entrara nadie más en sus vidas. Pobre Henry, pensé, víctima de una enfermedad, entonces desconocida, que además tendría que ocultar a los demás; el sida aún se asociaba con los maricones. En Estados Unidos, el miedo al contagio desató una auténtica paranoia, la gente trataba a los enfermos como apestados.
Henry murió poco después. Mi amiga me contó que estuvo atendido hasta sus últimos días por su compañero sentimental. Otros no han tenido tanta suerte.
La camiseta sobrevivió a Henry, como ocurre con muchos objetos que nos acompañan, y se convirtió en una de mis preferidas; era mi pequeño homenaje a aquel hispano que me acercó al gusto por el Jazz y la comida india. Con los años, la prenda se encogió de tantas lavadas, o quizás era que había engordado yo. Ya estaba descolorida, y sus letras se desvanecían como mis recuerdos. Pero aún me emocionaba pensar en los ratos compartidos con Henry, el hispano de cara sonriente, vital y alegre como un niño.
Doblé la camiseta y en sus pliegues fueron desapareciendo las Torres gemelas, que ya no existen, Carmen McRae, la cantante Jazzista que murió de enfisema pulmonar y mi amigo Henry, muerto tan joven...
He sabido que el Blue Note sique existiendo en el Greenwinch Village, pero para mí ha muerto, porque el Blue Note que yo conocí con Henry no lo reconocería ahora, y el espíritu de aquella noche se esfumó como el humo de los cigarrillos, que la ley prohibe ahora, igual que se apagó el corazón de mi amigo, dejándome sólo una camiseta de color, que en su día fue rosa chicle.
Acaricio la tela con mis manos, la doblo y decido guardarla en la caja de recuerdos rescatados al olvido.