domingo, 8 de marzo de 2009

Mi recuerdo a las víctimas del 11M

El paraguas

Se me podría considerar un paraguas corriente, de los que se compran en el "todo a cien" para salir del aguacero de una lluvia imprevista. Sobre mi cuerpo, vestido de negra tela satinada, el agua resbala dulcemente. Ocho varillas metálicas forman mi cóncavo esqueleto, sosteniéndome desde un bastón metalizado que acaba en un puño curvo de plástico, imitación a madera. Para facilitar mi apertura, mis usuarios disponen de un práctico resorte automático junto a la empuñadura.

He viajado desde Taiwán, apretujado en un contenedor junto a otros miles de paraguas iguales; hasta llegar al recibidor de este céntrico piso de Madrid, donde comparto paragüero con otros de colores muy vistosos: uno verde ácido, con puño de carey; otro rojo anunciando coca-cola; dos de cuadros escoceses con empuñadura plateada; una preciosa sombrilla de seda rosa, con una borla de flecos, que la señora trajo de su viaje a China; y por último, un bastón con incrustaciones de marfil para el más anciano de la casa.

Me llaman el paraguas negro. Rara vez me sacan a la calle, salvo el viejo señor, a quien le gusto porque soy discreto y grande, adecuado para su edad. La mayoría de días permanezco recogido en pliegues amarrados por una cinta con adhesivo; pero las mañanas de lluvia se arma un fuerte alboroto alrededor del paragüero. Siento un fuerte manoteo rozándome la esperanza, una y otra vez. Incluso llegan a cogerme del puño e izan la embocadura de los pliegues hasta el borde de mi habitáculo. Finalmente las manos acaban por desprenderse de mi empuñadura para dejarme caer con un golpe seco, acompañado de una exclamación de impaciencia. Cuando la casa queda en silencio, escucho con nitidez la lluvia repicando en el alfeizar de la ventana del pasillo. Así comienzan mis meditaciones de paraguas relegado al olvido.

Aún siento en el recuerdo cómo se estiraban mis entumecidos pliegues la última vez que el señor me llevó consigo a un café de la acera de Recoletos. Caía una lluvia mansa sobre mi encorvado manto. Notaba hidratarse hasta la última fibra de mi trama, adoraba el encanto de las calles mojadas, el goteo de los tejados sobre las marquesinas que servían de resguardo a los transeúntes poco previsores. Entonces percibía cómo me miraban con envidia, deseosos de tenerme para continuar sus ajetreadas tareas. Desde mi altura, podía ver la magia de los árboles abrillantados por el agua, el reflejo del arco iris en el asfalto... y, sobre todo, recrearme en el decorado que mis otros colegas ofrecían en torno a calles y plazas; admiraba el sublime ballet espontáneo que se adueñaba de la ciudad: abriéndolos, cerrándolos, girándolos como peonzas sobre el acerado, temblando ligeramente bajo los arrullos de los enamorados, o la espléndida policromía de los que se inclinaban de un lado a otro aguardando el autobús. Yo me consideraba un paraguas vulgar, pero sabía apreciar la belleza.

Lo más emocionante era entrar en el Café, limpio y brillante, como recién estrenado; que el señor me depositara en aquel paragüero de cerámica tan concurrido, donde me encontraba con viejos conocidos; y aguardar, con el corazón en el puño, la llegada de un coqueto y femenino paraguas con quien fantasear. En ocasiones, había tenido que conformarme con el suave roce y la fragancia que las sedas femeninas emanaban. En asuntos amorosos siempre llevaba las de perder, me veían demasiado serio y tristón. Pero la vuelta a casa me devolvía relevancia en la jerarquía del paragüero; ahora tenía cosas que contar.

Mi oportunidad de ser un paraguas importante iba a llegar en un día muy triste para Madrid: el 11 de Marzo. Ya desde muy temprano la familia andaba muy agitada. Las ondas lanzaban noticias terribles y dramáticas: una masacre había ocurrido en un tren de cercanías y en algunas de sus estaciones. Se barajaba la hipótesis de un acto terrorista y los muertos y heridos se amontonaban en los andenes. Ese día llovía intensamente, como si la lluvia se hubiera solidarizado con las lágrimas de la gente. Por la tarde se convocó una manifestación que recorrería el centro de la ciudad en protesta por aquella salvajada. En la casa se preparaban para acudir a la marcha. Todos los paraguas eran necesarios, y yo salí de nuevo a las calles. Miles y miles de paraguas, todos negros, se iban reuniendo para formar una gran cúpula que cobijaba el asombro, la rabia, el dolor, la solidaridad de gentes unidas por una misma causa: la evidencia de la sinrazón.

De repente, mi anciano señor, que era, al parecer, un personaje importante, me depositó abierto en el suelo y, con un spray de color blanco, escribió sobre mi traje enlutado, con grandes letras: ¡BASTA YA! Después nos pusimos en cabeza de la manifestación y fui el protagonista de la resistencia, que sin proponerlo nadie, se estaba gestando en ese aciago día. Miles de paraguas, convertidos en afiches, prestamos el decorado a la esperanza de una lluviosa ciudad, que lloraba la memoria de 192 muertos y 1.500 heridos víctimas del terror.



3 comentarios:

M.A dijo...

Joder, Lola. Me has dejado pasmada. Qué relato más bien escrito; con historia original.
Has trazado itinerario sin vacilar y tu paraguas se ha convertido en el único y soberbio protagonista de la historia. ¡Magnífico! Lola. ¡Magnífico!
Paso tu link a mi blog para que la gente lo lea.

Lola dijo...

Gracias por tus entusiastas comentarios.
Ojalá que no se repita más esta barbarie del terrorismo y se valore más la vida humana.

Por cierto, necesito de nuevo tu ayuda para el diseño del blog. Cuando tengas un ratito nos tomamos un café en mi casa.
Un beso, Lola

M.A dijo...

Ay, Lola, que te mando correos y me los devuelve (algo estoy haciendo mal). Bueno, que si le quieres enviar un correo a Luz, cuando marques en la pestaña: cuenta google, le das a "vista previa" y sigues los pasos. A ver...