sábado, 28 de febrero de 2009

El templo con nombre de pecadora (Relato premiado)


La magdalena por Tiziano




De vez en cuando, tras las confesiones, don Lorenzo, el párroco de la Iglesia que tiene nombre de pecadora bíblica, doblaba la estola, cerraba los postigos del habitáculo sagrado, hacía una genuflexión ante el altar mayor y salía del templo. Atravesaba la plaza cuando la luz del atardecer se desprendía de las paredes, balanceando los pliegues de su sotana; tanteaba la hilera de botones que recorría su esqueleto, allí donde se abotonaban los deseos, se aflojaba el alzacuellos de color blanco que resaltaba el rojizo de su piel y se internaba presuroso por las tortuosas calles del barrio alto.
El barrio donde se emplazaba el templo, y del que recibía el nombre, lo formaban humildes casas de cal y teja con algunos geranios en los balcones. Sus calles estrechas, de cantos rodados, impedían el paso a los coches, por lo que el ir y venir de las beatas hacia la iglesia suponía un entretenimiento de sobremesa excelente para las vecinas que fisgoneaban tras los visillos. Iban con velo de encaje negro las señoras, y de pañolón tupido, las de la prole, camino hacia la misa de la tarde.
Con los primeros tañidos de la vieja campana, que llamaba a misa, se alertaba el vecindario mujeriego. Un firme taconeo de zapatos repiqueteaba sobre el adoquinado de la calle que desembocaba en la plaza; primero como castañuelas, después como el redoble de un tambor. Don Lorenzo avanzaba ágil y sonriente, imprimiendo a su sotana un baile de pliegues tersos y susurrantes. Un reguero de suspiros le acompañaba hasta que se lo tragaba el portón parroquial.
Nada más pisar la sacristía, un par de monaguillos con faldillas encarnadas le besaban la mano con respeto y se disponían a vestirle. El habitáculo bullía de mujeres. Acudían cada tarde para ayudarle en los oficios sagrados, y no cesaban de alborotar abriendo y cerrando cajones, alisando pañitos, abrillantando cálices y hablando sin cesar con don Lorenzo.
Don Samuel, el coadjutor, penetró en la sacristía con el pretexto de tomar un libro sagrado, en su boca un siseo de rabia contenida, y en su determinación hacer callar aquel enjambre de mocitas calenturientas: <>.
Después de la misa los dos sacerdotes ocupaban sus respectivos confesionarios, que dejaban ver desde fuera al confesor. Las mujeres se arremolinaban en los bancos próximos al de Lorenzo ⎯ así le gustaba que lo llamaran, sin el don por delante⎯. Junto al de don Samuel sólo se veía alguna vieja y casualmente algún hombre.
Lorenzo era de naturaleza robusta, no muy alto, de tez morena, ojos oscuros de mirada pícara y penetrante; su cabeza inteligente se apoyaba en un poderoso cuello de recios músculos recorrido por algunas venas que cual serpientes se movían inquietas como si pretendieran escapar de aquel cilindro volcánico. De no haber profesado desde muy joven, hubiera sido uno de los partidos más cotizados de la ciudad.

Los jueves por la tarde acudía a misa una atractiva mujer, de porte distinguido y senos exuberantes. Su pelo, color castaño dorado, y sus ojos del color de las olivas del entorno, le conferían una gran belleza al rostro. Aguardaba en un banco apartado a que las demás mujeres se confesaran para acercarse al confesionario de don Lorenzo. Se arrodillaba en el lateral, con la cabeza pegada a la celosía que la separaba del cura, y su perfil dibujaba arabescos de la blonda del velo que ocultaba sus labios de morbosas miradas ajenas. Allí permanecía largo tiempo, cada jueves de cada semana. Después de cumplir la penitencia, se despojaba del velo y lo metía en su bolso. A continuación se perdía por los tortuosos callejones del barrio alto que tiene nombre de pecadora.
Cada día se repetía el mismo ritual: las mujeres disputándose el mejor lugar en la sacristía y rivalizando por ser imprescindibles para don Lorenzo. El joven párroco alentaba estos comportamientos y familiaridades gastando bromas a aquel enjambre de florecillas a su alrededor, que alegraba su ministerio y de paso alentaba su vanidad, pecadillo que él consideraba menor. Pero no opinaban así don Samuel y el joven diácono que impartía la catequesis, que no le perdonaban el éxito y la popularidad que había adquirido, no sólo en el barrio sino en toda la ciudad.
Uno de esos días, don Lorenzo terminaba de sacarse la casulla de filillos de oro por su robusto cuello cuando se encontró con la desaprobadora y agria mirada del coadjutor. El párroco se colocó la estola de penitencia y pensó que aquél aún no le había perdonado su nombramiento, siendo don Samuel mayor y más antiguo en la parroquia. Al coadjutor le reconcomía los años de dedicación que había pasado en aquella barriada donde la miseria, la desidia y los vicios del sexo se multiplicaban sin que su proselitismo hubiera servido para llevar al redil a aquellas descarriadas ovejas, y sin que nadie le reconociera su ansiado ascenso en la jerarquía. El cambio de obispo, con ideas más progresistas, había inclinado la balanza hacia Lorenzo para dirigir la parroquia.
Don Samuel fue a ocupar su confesionario, en sus labios se dibujó una muestra de disgusto al comprobar tan exigua concurrencia…, entonces vio a doña Marta, recogida en un banco, con la blonda de su velo negro aureando su cara…y algo malvado le vino al pensamiento: hoy no es jueves…¿qué confidencias tan urgentes tendrá que compartir con Lorenzo? Será que esta adúltera aprovecha los días que su marido está fuera para citarse con…, ¿por qué siempre se queda rezagada para ser la última en confesar, ¿y por qué Lorenzo se ausenta con tanta rapidez, precisamente los mismos días que ella acude?
Tomó un libro sagrado y aguardó en el interior del confesionario con las cortinillas delanteras semiplegadas. Desde su camuflaje, veía el esbelto perfil de doña Marta arrodillada ante la celosía, con el tul negro ocultando su cara; sin nada, aparentemente, que desvelara al exterior las emociones que sentía la mujer, pero que no pasaban desapercibidas para un sabueso como el coadjutor que veía cómo asomaba una pequeña mancha de sudor en las axilas de la mujer e iba agrandándose a medida que pasaba el tiempo hasta casi invadirle el pecho. El coadjutor se frotó las manos y las rodillas entumecidas, y se dijo que en el templo no hacía precisamente calor.
Esa tarde, don Samuel envió al joven diácono que siguiera con disimulo al párroco a la salida del templo, al ir de paisano no levantaría sospechas.
Lorenzo, con los faldones recogidos, ascendía con ligereza las empinadas callejuelas, deteniéndose brevemente bajo los dinteles de algunas casas para acariciar la cabeza de los niños o charlar con las madres que los despiojaban. La maledicencia seguía el rastro de sus pisadas y se encaramaba desde los postigos de las puertas, semientornadas, hasta las barandas de los balcones, donde siempre había alguna mujer regando las plantas. El recorrido por las tortuosas calles permitía esconderse en un recodo o al abrigo de una puerta; el diácono anduvo de puntillas por la Calle de los Herradores, Portillo de San Jerónimo, Callejón de la Parra… Allí vio cómo el párroco se detenía, introducía una llave en la cerradura y se perdía tras el portón. En uno de los balcones había tendida ropa interior femenina. De repente, un taconeo pausado y armonioso, le apremió a meterse en un zaguán cercano. Era doña Marta, que con los ojos en el pavimento avanzaba sorteando las puntiagudas piedras. Se paró en la misma casa donde había entrado don Lorenzo, abrió con su propia llave y accedió a su interior.
Las sospechas del diácono se hacían evidentes a los oídos de don Samuel: en esa calle sólo había casas de putas, la pareja se citaba en una de esas casas de lenocinio, donde se da rienda a la lujuria y el desenfreno. Él, don Samuel, que algunas noches salía a la calle disfrazado de paisano, cubierto con un sombrero, a luchar con la tentación al aire libre; a cansar la carne con agotadores paseos; a olfatear el morbo de la sensualidad y el vicio para probarse que nunca habría de caer en él, y regresaba a su casa ebrio de felicidad por la victoria de la virtud tras haber triunfado a la tentación… Él, principal merecedor de pastorear su grey, se veía relegado al papel de segundón, al oscuro puesto en la jerarquía eclesiástica como coadjutor bajo las órdenes de aquel curita lujurioso y pecador. En sus ojos mortecinos cruzó, después de mucho tiempo, una ráfaga de luz, y sus comisuras dibujaron una sonrisa maliciosa: ¡Ah, pero esto no iba a quedar así! ¡La curia entera sabría quién era el tal don Lorenzo! Y salió del templo haciendo cábalas, fraguando intrigas y cavando tumbas.
Lo primero que hizo fue acudir al obispo, ese tan progre que le había ninguneado, y ponerle al tanto de los hechos. La respuesta del pastor fue cauta ante la impaciencia que mostraba el acusador: lo mejor será que observemos su conducta durante un tiempo… y actuemos en consecuencia. Es una cuestión muy delicada para la reputación de la Iglesia…
Y la red de la trama seguía su curso: el joven diácono cual perro adiestrado rastreaba la estela del perfume de Marta por los tristes y fatigosos callejones del barrio alto que tiene nombre de pecadora.
Don Samuel, no hay duda, siguen viéndose en la misma casa del Callejón de la Parra…
Y el coadjutor, con las pruebas y los testigos más convincentes, intenta forzar al obispo a que actúe de inmediato para cortar aquella relación escandalosa. Y el obispo consiente en que un canónigo acompañe a don Samuel en su inquisitorial comprobación y cuelgue el sambenito sobre el varonil cuerpo del párroco.

Uno de esos jueves, cuando la luz de la tarde vestía de violeta el alminar de la torre, dos figuras con manteos sagrados ascendían por el barrio alto con las capas lamiendo las paredes ante el asombro de las mujeres que voceaban a sus niños para que se recogieran en sus casas: ¿Qué se les habrá perdío a sus señorías por aquí?, ¿ se habrá muerto alguien?

⎯¡Abran en nombre de Dios!
El portón del Callejón de la Parra, en cuyos balcones se columpiaba ropa interior femenina, se abrió a los purpurados. Una extraña mujeruca, vieja y esperpéntica, les hizo pasar. Tenía la cara pintarrajeada con redondeles rosa en los pómulos, y el carmín de los labios se le había corrido invadiendo parte de su barbilla.

Al entrar, un hedor a carne en descomposición hizo dar un paso atrás a sus ilustrísimas en su codicioso avance y les obligó a sacar los pañuelos y tapar sus delicadas narices: por todas partes se veían camas e improvisados catres con cuerpos de mujeres semidesnudos, con llagas abiertas en las ingles, en el ano, en los órganos sexuales… Algunas aparecían con los labios y las axilas hinchados, y por el aire viciado iban y venían desgarradores lamentos y ayes.

Los purpurados continuaron hacia los cuartos interiores, donde se encontraron en su misión indagatoria ante mujeres de ojos febriles, casi calvas, con las partes pudendas al descubierto… pero sin ánimo de ofender a dios ni a su santa iglesia. Y al fondo distinguieron una figura conocida, una figura con la sotana remangada hasta la cintura, que junto a una hermosa mujer se afanaba en lavar, cambiar las gasas de aquellas asquerosas pústulas que se iban comiendo la carne de tan desventuradas mujeres y reconfortar sus cuerpos con unas cucharadas de caldo. Tan absortos estaban Lorenzo y Marta, que ni siquiera se percataron de la presencia de tan regios eclesiásticos.


miércoles, 25 de febrero de 2009

Jose Antonio Muñoz Rojas ( poeta antequerano)

En la actualidad, pensamos que nadie ha escrito nada más hermoso sobre el olivo, y los quehaceres humanos, uncidos a sus faenas, como nuestro querido y admirado poeta: José Antonio Muñoz Rojas. En su bellísimo libro: Las cosas del campo, nos ofrece, en prosa poética, un texto de una gran plasticidad, a la vez que estremecedor. Disfrutemos del rico vocabulario - ya casi desaparecido- que nos regala nuestro poeta antequerano sobre la recogida de la aceituna.

Los aceituneros

Desde lejos son unos humos lentos sobre los olivares. Acercándose, un rumor disperso. Voces, alguna copla, el ruido de un banco que se cierra, el manoteo rápido sobre las hojas, el aleteo del aventador, la caída continua y mullidas de la aceituna, como una cascada negra, en los sacos. Pocas veces hará la tierra más suyos a los hombres que en las aceitunerías. Aceituna arrugada, verde, vinosa, al igual que los rostros, que las ropas, que las manos enterronadas. Salen de mañana arrecidos, se reparten por el olivar, atacan a los árboles, recogen ávidamente el fruto, izan las canastas sobre las testas. Van las aceituneras pardas, sucias, apenas los ojos brillantes entre los pañuelos, apenas salvándose la gracia de una forma bajo los pantalones. Los olivos se les entregan y revierten las ramas despojadas a la altivez de antes, a esperar la nueva flor que el aire les tiene guardada. Y los aceituneros siguen camada adelante, a lo suyo, oscuros, torpes, implacables. Aquí lo humano no guarda paz con lo sereno del día, con la paz, con la limpieza del aire. Todo se vuelve afán, prisa, que nada quede. El rumor pasa y tras él quedan enhiestos los ramones, quieto el aire. Y la madre grita:
-Y que el niño no se vaya a quedar atrás.
Y el niño viene bamboleándose, aburridillo, sin comprender muy bien todo aquello, agradecido al solecito de enero, después del frío inexplicable de la noche antes.

(Y hasta aquí mi trabajo sobre el olivo y los poetas, publicado en la revista Calle del agua. Hay más poetas que han cantado a este generoso y sufrido árbol, pero su estudio os lo dejo a cada uno de los que os acerquéis a este blog).

martes, 24 de febrero de 2009

En la orilla del mar




Aquel día junto al mar decidí liberarme de cualquier pensamiento negativo o positivo, incluso de los útiles, necesarios, e imprescindibles para la supervivencia.
Caminaba abstraida por la orilla; me sentía leve y volátil; y quise atreverme aún más: debía ejercitarme en suprimir las sensaciones; así llegaría, tal vez, a lograr ese estado de nirvana próximo a lo espiritual, anclarme en el presente sin espacio ni tiempo. Me esforcé en ignorar la grisura plateada del espejo acuoso, los alientos salobres de la tenue brisa, las puntillas nacaradas que cosquilleaban mis pies; hice oidos sordos a los graznidos de las gaviotas y a las risas de los niños de Sorolla.
Al final del recorrido…sólo mi yo enajenado y el horizonte. El sol buscaba reposo en su lecho anaranjado. Caminé imantada hacia él…
Un vigilante de playa, experto en bañistas con tendencia suicida, me devolvió a la orilla.

jueves, 19 de febrero de 2009

Miguel Hernández


En las vísperas de la Guerra civil española vamos a encontrar un poeta que nos ofrece una visión reivindicativa y revolucionaria del olivo.


Sonreír con la alegre tristeza del olivo,
Esperar, no cansarse de esperar la alegría.
Sonriamos, doremos la luz de cada día
En esta alegre y triste vanidad de estar vivo.

Con estos versos alejandrinos comienza un hermoso poema de Miguel Hernández, en el que el olivo debía significar para él “ánimo inmutable contra la fortuna adversa”, la cual le acompañó, desgraciadamente, hasta su muerte prematura.
El poeta fue destinado al comisariado de guerra en Jaén, durante la Guerra Civil española. Allí funda y dirige una revista “ Frente Sur”donde publicó artículos y poemas, entre los que se encuentra “Aceituneros”, escrito en bellísimas y estremecedoras cuartetas. Es una oda de tema social en el que el poeta va a ser el despertador de las conciencias de los hombres del campo y, posteriormente, de la naciente conciencia andaluza.
De todos es conocido este poema, cuyos versos, largo tiempo censurados, los conocimos y amamos los que escuchábamos los discos de Paco Ibáñez, antes y durante la transición democrática. Más tarde, el grupo Jarcha lo popularizó en hermosas coplillas en un disco titulado “Andalucía vive”.
Analizaremos algunas estrofas dado lo extenso del poema.


Andaluces de Jaén,
Aceituneros altivos,
Decidme en el alma: ¿quién
Quién levantó los olivos?

No los levantó la nada,
Ni el dinero ni el señor,
Sino la tierra callada,
El trabajo y el sudor.

Unidos al agua pura
Y a los planetas unidos,
Los tres dieron la hermosura
De los troncos retorcidos.


En estos versos, de extraordinaria belleza plástica, encontramos la visión integradora de la tierra y el hombre en armonía con el universo, y, sobre todo, la
dialéctica explotador y explotado.

Levántate, olivo cano,
Dijeron al pie del viento.
Y el olivo alzó una mano
Poderosa de cimiento.

Esta estrofa estuvo posiblemente censurada, porque no figura en la discografía de los autores citados anteriormente. La fuerza de sus versos reside en el grito de esas manos reivindicando justicia.


No la del terrateniente
Que os sepultó en la pobreza,
Que os pisoteó en la frente,
Que os redujo la cabeza.

Jaén, levántate brava
Sobre tus piedras lunares,
No vayas a ser esclava
Con todos tus olivares.

Miguel Hernández utiliza el verso” os redujo la cabeza”como metáfora de sumirlos en la ignorancia, y termina con esta estrofa “Jaén, levántate brava”, animando a los hombres de Jaén a la lucha por la defensa de lo que es suyo, porque hombres y tierra son lo mismo.

lunes, 16 de febrero de 2009

El olivo y los poetas (Hoy La generación del 27)

Moti Lorber

Los poetas de la generación del 27 también rinden homenaje al olivo, del cual Cervantes ya había dicho”: estos árboles tan frescos, tan copados, tan hermosos, que cuando nos muestran su fruto, verde, dorado y negro es una de las más agradables vistas que puedan gozarse”.Citaremos a los poetas de dicha generación: Lorca, Emilio Prados y Miguel Hernández.
Comenzamos por García Lorca, poeta conocedor de lo popular, andaluz de Granada. En sus canciones nos ofrece la ternura y la gracia lírica del juglar del mundo infantil. Lo primordial es el acento popular y la utilización del folklore. Recordemos algunas de sus estrofas:

El río Guadalquivir
Va entre naranjos y olivos.
Los dos ríos de Granada
Bajan de la nieve al trigo.

(Poemadel cante jondo, 1921)

Arbolé arbolé
Seco y verdé.

La niña de bello rostro
Está cogiendo aceituna.
El viento, galán de torres,
La prende por la cintura.


Córdoba.
Lejana y sola.
Jaca negra, luna grande,
Y aceitunas en mi alforja.
Aunque sepa los caminos
Yo nunca llegaré a Córdoba. ( Canción de jinete)

Emilio Prados, malagueño, fundador, junto a Manuel Altolaguirre, de la revista Litoral, nos sorprende con este breve pero intenso poema. Hay en sus primitivas canciones, un acento de humanidad y de dolor.

Calma

Cielo gris.
Suelo rojo.
De un olivo a otro
Vuela el tordo.
Ulises Tales
En la tarde hay un sapo
De ceniza y de oro.
Suelo gris.
Cielo rojo...
Quedó la luna enredada
En el olivar.
Quedó la luna olvidada.

domingo, 15 de febrero de 2009

La mujer justa (Sándor Marái)

La mujer justa de Sándor Marái


Biografía

Sándor Márai, 1900-1998, nació en Kassa (hoy Košice en Eslovaquia), una pequeña localidad del antiguo Imperio austro-húngaro. Descendiente de una familia acomodada de origen sajón, su infancia y su pubertad fueron algo conflictivas, ya que se escapó de casa varias veces y por ello fue ingresado en un internado religioso. Posteriormente se instaló en Leipzig para estudiar periodismo, carrera que abandonó. Durante su juventud viajó por Europa, sobre todo por Europa Central, y visitó París, la capital cultural de la época, donde convivió con algunos de los representantes más destacados de las vanguardias estéticas del momento.

Tras decantarse en un principio por escribir en alemán (lengua que dominaba desde pequeño), se decidió finalmente por su lengua materna, el húngaro, y en 1928 se instaló en el pequeño barrio de Krisztinaváros, en Budapest.

Durante la década de 1930 se labró un gran prestigio por la claridad y precisión de su prosa de estilo realista, prestigio que pocos años después era casi comparable al de Thomas Mann o Stefan Zweig. Sus obras se vendían por cientos y se traducían a todos los idiomas cultos.

Si bien alabó con entusiasmo los Acuerdos de Viena, en los que la Alemania nazi obligó a Checoslovaquia y a Rumanía a devolver a Hungría parte de los territorios perdidos por ésta en el Tratado de Trianon, escribió contundentes artículos en contra del nazismo y se declaró "profundamente antifascista", algo poco recomendable en la Hungría del momento. No obstante, su inmensa fama lo tuvo a salvo de represalias de calado.

Su estrella empezó a apagarse con la ocupación soviética de Hungría y con el establecimiento del régimen comunista. Tildado de "burgués" por los comunistas, Márai abandonó definitivamente su país en 1948 y, tras una breve estancia en Italia, emigró a Estados Unidos. La subsiguiente prohibición de su obra en Hungría hizo caer en el olvido a quien en ese momento estaba considerado uno de los escritores más importantes de la literatura centroeuropea. Así, habría que esperar varios decenios, hasta el ocaso del comunismo, para que este escritor fuese redescubierto en su país y en el mundo entero. Márai se quitó la vida en 1989 en San Diego, California, pocos meses antes de la caída del Muro de Berlín.

Aunque Sándor Márai destacó sobre todo por su obra narrativa, también escribió poesía, teatro y ensayo, además de múltiples colaboraciones periodísticas, entre las que se encuentran algunas de las primeras reseñas sobre las obras de Franz Kafka. En sus novelas, escritas originariamente en húngaro y cuidadosamente desarrolladas, Marai analiza la decadencia de la burguesía húngara durante la primera mitad del siglo, en títulos como Divorcio en Buda, El último encuentro o La herencia de Eszter. Además de sus novelas, Marai escribió libros de memorias que retratan las convulsiones sufridas por Hungría durante la primera mitad del siglo XX, como la Primera Guerra Mundial (retratada en Confesiones de un burgués) o las invasiones del ejército nazi, primero, y soviético, después (en ¡Tierra, tierra!). Wikipedia


(Diario El País)
El escritor húngaro Sándor Márai goza en la actualidad de gran éxito en España. Sus novelas El último encuentro, La herencia de Eszter, Divorcio en Buda, El amante de Bolzano y La mujer justa, así como su autobiografía Confesiones de un burgués (todas en Salamandra), cautivan a un publico variado en virtud de algo que las caracteriza: la magia que sólo tiene la "gran literatura". De estructuras similares -extensas conversaciones y largos monólogos-, densas y cuajadas de pensamientos brillantes; teatrales, "psicológicas", de escasa acción y peripecia, y hasta de tono melodramático y sentimental, las novelas de Márai son, con todo ello, absorbentes y difíciles de soltar una vez que nos sumergimos en sus páginas y nos dejamos atrapar por sus meandros. Las palabras de sus personajes cautivan y seducen; tal como debieron de seducir las de su creador -así se atestigua- cuando hablaba en sociedad, pues solían ser pausadas y bien meditadas, incisivas, lúcidas e insoslayables.

La mujer justa (Sinopsis)

Escrita en los años 40, es una mirada restrospectiva, en la que se cuenta una historia de pasión y traición empleando tres monólogos que nos trasladan hacia un triángulo amoroso desde varias perspectivas, con tres personajes: Marika, Peter y Judit, como protagonistas de una fracasada relación sentimental que recala en los aspectos más íntimos y febriles del amor.
Es la frustación amorosa como resultado del sacrificio de la propia identidad.

Estilo

Contada en primera persona, la novela está dividida en tres partes, las dos primeras aparecieron en 1944, y la tercera en 1949. Tres monólogos que nos dan su particular punto de vista de su relación amorosa. La primera esposa, Marika, aparenta ser una mujer simple que intenta representar su papel correctamente hasta que la realidad se hace presente y no puede ignorarla. (Me resultó aburrida) El marido, Peter, un burgués de los que pertenecen a una casta, convencido de su posición en el mundo e incapaz de amar si ha de renunciar a su personalidad. Es la parte donde abundan las reflexiones⎯ muchas incoherentes⎯, y el personaje se va desprendiendo de su “culpa” hasta quedarse en la soledad más completa. Y la criada- segunda esposa, Judit, la que más evoluciona, la que ejerce la venganza del proletariado al cual pertenece y deja arruinado al marido, amante liberada más tarde.
En la tercera parte, Judit narra el horror durante el asedio de la ciudad de Budapest, primero por los nazis y después por los rusos. ( …después del asedio pude ver claro a mi alrededor…las mujeres se vistieron de viejas, iban harapientas y tiznadas, creían que así se librarían de que los rusos las forzaran. El olor de la muerte , ese hedor a animal putrefacto de los sótanos, se había quedado pegado a nuestar ropa y a nuestra piel…en las aceras, en todas partes había bombas sin estallar…Yo caminaba por las calles entre cadaveres, escombros, carros blindados convertidos en chatarra y esqueletos sin alas de aviones de combate Rata…P. 335).
La destrucción de los puentes que cruzaban el Danubio separando las dos ciudades: Pest y Buda, está contada con dolor, al igual que la desilusión y rabia contenida, cuando se vuelven a construir y los turistas los cruzan en sus lujosos coches.( …más tarde, cuando los extranjeros y los húngaros emigrados a América empezaron a venir para visitar la ciudad y rodaban por los puentes con sus lujosos automóviles, sentía una gran tristeza…la indiferencia con la que aquellos extraños miraban nuestros puentes, el desinterés y la tibieza con los que usaban, me provocaba náuseas…p.348)
Aunque son los personajes los que cuentan a un oyente pasivo su historia, sin embargo a mí me ha parecido que detrás está el autor. El narrador es el autor con sus memorias y sus vivencias.
La novela, según mi criterio va mejorando en la segunda parte y se consolida en la tercera. Judit nos desvela el profundo sentimiento de la desesperanza tras la guerra.

Transcribo algunas de las frases y párrafos que me han interesado:

(Marika)
“El burgués tiene que estar toda la vida demostrando quién es. El aristócrata ya ha demostrado quién es en el momento de nacer” .
No es cierto que el sufrimiento nos purifique y nos haga mejores…nos vuelve más lúcidos, fríos e indiferentes.
El amor puede transformarse en una gran egoismo. Hay que amar con humildad y tener mucha fe…Una vez vino a mí una señora que amaba a un hombre, lo amaba tanto que lo mató. No lo mató con un cuchillo sino porque no le daba tregua, lo quería entero para ella. ( en la confesión con el sacerdote)
(Peter)
…En lo que me resta de vida, quiero entregarme a la pasión por la verdad. No voy a tolerar que sigan mintiéndome ni la literatura ni las mujeres; y no permitiré mentirme a mí mismo.
La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y orgullosa, porque tiene miedo al fracaso.
No estoy seguro que un hijo pueda resolver las crisis existenciales de un individuo.
Las personas se matan con el amor como a través de una emanación invisible y letal
La mujer quiere gustar a todos los del sexo masculino, para eso se acicala. Esto lo necesita un sistema productivo y un ordenamiento social en el que la mujer se considera a sí misma una mercancía.
Las mujeres no lo entienden. Sólo un hombre es capaz de entender que en la vida existe algo más que felicidad. Tal vez sea ésa la mayor y más irremediable diferencia que separa a hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Para la mujer, si es una verdadera mujer, sólo hay una patria de verdad: el territorio que ocupa en el mundo el hombre al que ella pertenece. Para el hombre en cambio existe también esa otra patria enorme, eterna, impersonal, trágica, con banderas y fronteras. Con esto no quiero decir que las mujeres no sientan apego por la sociedad en la que han nacido, por el idioma en el que juran, mienten y hacen la compra, por el paisaje en el que han crecido; tampoco quiero decir que ellas no alberguen sentimientos de afecto, abnegación, espíritu de sacrificio y lealtad, quizás a veces incluso heroísmo hacia esa otra patria, la patria de los hombres. Pero, en realidad, una mujer nunca muere por una patria, sino por un hombre. Juana de Arco y todas las demás excepciones son mujeres varoniles… Últimamente abundan cada vez más este último tipo. ¿Sabes?, el patriotismo de las mujeres es mucho más discreto, carece de las contraseñas secretas que tanto gustan a los hombres. Ellas opinan como Goethe, que decía que si la casucha de unos campesinos arde es una verdadera tragedia y, en cambio, si es la patria la que se arruina, normalmente sólo es pura retórica. Ellas vivirán para siempre en esa casucha de campesinos. Por eso la custodian celosamente, le dedican la vida y el trabajo, por ella están dispuestas a cualquier sacrificio. En esa casa hay una cama, una mesa, un hombre, a veces uno o dos niños. Ésa es la verdadera patria de las mujeres.” (pág. 250-251)

¿Hasta qué punto eres el dueño de tu existencia, y cuanto has vendido de tu ser y tu destino a los sentimientos y a los recuerdos?
Y yo añado: las decisiones de la vida entrañan riesgo: Siempre hay que renunciar se elija lo que se elija.
Judit
Nunca hice otra cosa que servirlos…primero en la cocina, y luego en el salón y en la cama.
Nunca somos del todo libres, pues lo que hemos creado también nos ata y nos condiciona un poco.
Para ellos, sus señores, lo más importante era conservar lo que habían creado con su trabajo y sus modales, con toda su existencia…como si tuvieran más de una vida al mismo tiempo, la de sus padres y la de sus hijos…la familia burguesa.
Estaba convencido ( Peter) que la razón era una de las fuerzas que mueven el mundo…y al final tuvo que reconocer que los instintos son más fuertes. ( recordar cómo resurge la ciudad de sus escombros)
Se avecina un mundo en el que todo el que sea bello será sospechoso. Y todo el que tenga talento. Y el que tenga carácter….porque ahora llegan ellos, saldrán de todas partes cientos de millones de ellos. Y estarán por todas partes. Los deformes. Los faltos de talento. Los débiles de carácter. Y arrojarán vitriolo a la belleza, untarán con brea y calumnia el talento, apuñalarán el carácter en el corazón. Ya está aquí…y serán cada vez más. ¡tenga cuidado!. (El escritor P 399)
No me extraña que por eso tuviera que exiliarse
Resumiendo:
A la novela le falta acción y le sobra digresión. Está escrita con un lenguaje lento y un tanto decadente, sin inflexiones. Sus personajes son planos, aburridos, sin tensiones emocionales. Da la impresión de que se resignan a su suerte hasta que las circunstancias les obligan a actuar. Son supervivientes de un pais maltratado por la guerra.
El vocabulario es sencillo; las frases, sin artificios, ni adornos; apropiadas a la decadencia de la burguesía de la época que quiere plasmar.
Quizás otras obras de Marai sean más afortunadas.










El drama de dos madres


El drama de dos madres (Reflexiones)

Dos madres vivirán en estos días uno de los dramas más amargos y terribles de sus vidas: a una le han arrebatado a su hija de una manera violenta y cruel, en los años más dulces, más esperanzados, donde el camino de la vida comienza a recorrerse; a la otra, si aún vive ⎯ los medios de comunicación nada dicen de ella⎯, se le ha venido encima toda la vergüenza, la culpa, el horror, por lo que su hijo ha hecho.
Dos madres desgarradas por el dolor, que sin embargo la sociedad se encargará de juzgar de manera diferente: una podrá salir a la calle arropada por la gente que se unirá a su pena; la otra deberá permanecer en el anonimato, oculta en su casa, sola, porque es la madre del joven malvado, consumiéndose en obsesivas preguntas: ¿ Qué he hecho mal en la educación de mi hijo?,¿ Le hemos consentido demasiado?, ¿ Es un monstruo mi hijo? Ni siquiera podrá manifestar su dolor en público, sólo callar y asumir su pena y responsabilidad en silencio.
No sé si ambas madres tienen varones y hembras. Posiblemente la educación de éstos no haya sido muy diferente en ambos hogares.
Y yo me pregunto ¿Qué está fallando en nuestra sociedad?, ¿Es solo una cuestión de machismo?, ¿Será que la libertad sexual haya de tener algún freno?
Desde luego las chicas se juegan mucho en las relaciones de pareja: a veces la propia vida. He leido que este chico convivía con otra joven de 15 años que había dejado embarazada. ¿Cómo estamos educando a los jóvenes?, ¿Porqué son tan inmaduros?, ¿Les ponemos los padres algún límite?
Yo sigo pensando en las dos madres y siento profundo sentimiento de desolación e impotencia. No quiero entrar en el maniqueismo de buenos y malos, porque todos tenemos hijos…¿Pero los conocemos realmente?

domingo, 1 de febrero de 2009

Los mendigos de Asís


Asís se estaba convirtiendo en una ciudad hostigada por los bárbaros: turistas de los más remotos lugares ⎯ aprovechando el bajo coste de los aviones y las vacaciones pagadas a plazos⎯, hordas de mendigos que se desparramaban por las escalinatas próximas a los edificios sagrados y vendedores de recuerdos que se afanaban en prolongar los sueños efímeros de los viajeros.
La ciudad italiana está considerada Patrimonio de la Humanidad y recibe cerca de cinco millones de peregrinos y turistas al año ⎯los pobres aún no se han censado⎯; cada verano sus calles, plazas y monumentos se ven amenazados por gentes de pantalón corto y gorra ladeada que se descuelgan de aviones, trenes, autobuses, carromatos, o cualquier medio ⎯dependiendo de su estatus social⎯, y que están amenazando la tranquilidad de la hermosa ciudad Umbría.
Los mendigos fueron los primeros en rastrear el tufo de San Francisco, el primer pobre que vivió extramuros y recorría las calles pidiendo para subsistir, fundador de una orden de frailes de túnica y capucha marrón que acabaron por abrir filiales en todo el orbe. Los nuevos mendigos ocupan ahora los numerosos templos y conventos de la ciudad dedicados al santo y a otros frailes de la curia eclesial.
El gremio de la mendicidad tiene sus propias reglas desde la Edad Media: se organizan de forma piramidal en cuanto al espacio, ocupando el graderío de acceso al templo por orden de antigüedad en la llegada, con algunas excepciones: las mujeres portadoras de un envoltorio de harapos por donde asoma una cara de niño macilento se sitúan junto a la entrada del Atrio para despertar la piedad de los que acceden al templo, y los niños alborotadores, al pie de la escalera, para atraer la atención de los turistas con cámara, mientras los más avispados les limpian los bolsillos.
Desde que el santo amante de los animales y de la pobreza se instalara en las afueras y ejerciera la mendicidad, los pedigüeños se han diversificado y cambiado sus costumbres para adaptarse a los nuevos tiempos: a la cohorte de pordioseros sin oficio ni beneficio de toda la vida, se han unido obreros en paro, empleados milieuristas, yonquis marginales, gitanos rumanos, violinistas ucranianos, contrabajistas rusos, bailarines de tango argentinos, cantantes chilenos trasnochados que cantan baladas de Víctor Jara y Violeta Parra, rancheros mexicanos con grandes sombreros descoloridos, indios del Machu-Pichu, y un sin fin de grupos tras el señuelo de su santo patrón que pidiendo limosna llegó a prosperar como es obvio y notorio.
En Asís, la población local y foránea ha vivido amalgamada con los limosneros desde antes de la implantación de los paquetes turísticos de las agencias de viaje y de las reservas por internet en lineas aereas de bajo coste ⎯pobreza y picaresca ha habido siempre⎯, si bien hay que hacer notar que los nuevos turistas con reserva vía informática dejan mucho que desear, y han perdido la elegancia en la manera de vestir y la curiosidad por la historia de aquellas piedras milenarias de los viajeros de principios de siglo pasado. Los turistas de ahora se sientan con el torso desnudo en las mismas escaleras de la Basílica de San Francisco de manera que se confunden con los mendigos. Ante esta desvergüenza, la indignación del custodio de los franciscanos no se ha hecho esperar: “algunos piensan que están en Rímini, donde un biquini es de lo más normal, pero aquí hace falta respeto”.

La cuestión se ha agravado con la apertura de fronteras y el efecto llamada, trastornando la apacible y bella ciudad de la Toscana. Nuevas invasiones de indocumentados y gentes sin ocupación conocida están acabando con la organización social heredada del pasado, los jefes de los anteriores gremios de pedigüeños se han visto desbordados ante esta torre de babel donde nadie se entiende, y la tranquilidad de los ciudadanos y la cartera de los turistas se ven amenazadas.

Primero fueron las cámaras de fotos:

⎯¿Por favor, me puede hacer una foto?… que se vea el rosetón…, ¡niños, venid aquí para que salgamos todos!
⎯ Faltaría más…
Y mientras la pareja se alisa el traje y acopla sus cuerpos para la inmortalidad, el individuo desaparece piedras abajo por los estrechos callejones con la digital del incauto turista colgando de su mano que, con la boca abierta, ve cómo se pierden los recuerdos atrapados en su interior de aquellos días tan ansiados, y se cabrea recordando las letras que aún le quedan por pagar y… ¿ qué le van a enseñar ahora a los de la tertulia del sábado?

Otra amenaza fue el cambio de bolsillo de las carteras.
Un poco más allá, un grupo de japoneses se adentra en la plaza con la vista en los juegos de volúmenes y sombras del sacro templo, y los oidos y la mente puestos al servicio de las explicaciones del guía, experto en arte, con objeto de no perderse ni un solo arco, pechina o vidriera. Entonces es el momento de la intervención de los niños que juegan en la plaza: se enredan entre los grupos para revolver en los bolsillos de los pasmados amantes de las piedras milenarias y roban sus carteras, móviles y hasta el mp3 de la oreja.
El último de los problemas, y que afecta a un sector menos materialista, fue el de la falta de respeto por los lugares sagrados.
Las meadas ultrajan las sacrosantas piedras del templo de San Francisco ⎯dijeron los de la curia y algunos defensores del patrimonio.
El hedor que desprenden los muros calentados por el sol de mediodía es insoportable y poco higiénico,⎯ dijeron los de medio ambiente.
El alboroto de estas hordas impide la paz y el necesario sosiego de los ciudadanos que buscan la meditación al amparo de los recintos de Dios, ⎯dijeron los beatos y piadosos de la Asociación hermanos del franciscano.
Dejarán de venir los turistas si no tomamos medidas,⎯ dijo el concejal de turismo y el presidente de los empresarios hoteleros.

La última sentencia caló en todos las fuerzas vivas del pueblo, fue la razón definitiva para buscar las medidas oportunas que evitaran que el eje de la economia que hacía mover la rueda del bienestar de Asís se rompiera.
Así que las autoridades civiles y religiosas, a las que se unieron mútiples asociaciones de voluntarios que engrosaban los gastos de las arcas municipales, y un representante de los vendedores ambulantes, se reunieron en un intento de aproximar posturas en lo que parecía el interés común: acabar con la delicuencia y la inseguridad en las proximidades de los recintos sagrados y monumentos, una amenaza que podía extenderse por la geografía mundial disuadiendo a los turistas para elegir este destino.
Pero pronto se comprobó que en realidad los intereses estaban divididos: a la autoridad civil y hoteleros le preocupaba que dejaran de venir los turistas, a los defensores del patrimonio artístico, las basuras y la corrosión de las meadas en las venerables piedras, amén de algunas pintadas como las de Mª Pili y Juanma, que en un grosero grafiti mancillaban una de las jambas. A la curia ⎯léase vaticano ⎯ lo que le preocupaba era la pérdida del espíritu religioso ascético que había caracterizado a la renombrada ciudad medieval.
Después de mucho debate, no siempre dialéctico, se acordó aumentar el número de policías y colocar cámaras de vigilancia en los sitios estratégicos. Pronto se vio la fugacidad de estos acuerdos cuando las cámaras aparecieron destrozadas y los policías desbordados.
Cuando las ideas parecían haberse esfumado, el alcalde lanzó la que en realidad había estado pergeñando desde el principio de los desmanes: los mendigos y pedigüeños debían alejarse de los templos y monumentos. En seguida se alzó la voz inflamada del cardenal de la curia, presidente del Pontificio Consejo de la Pastoral para los inmigrantes e itinerantes, alegando: “pedir limosna no es delito, después de todo, Francisco de Asís fue conocido por su pobreza y pedía limosna de casa en casa”.
Para contentar a todos, la máxima autoridad civil dictó un edicto en el que se prohibía pedir limosna a menos de quinientos metros de una iglesia, plaza o edificio público.
Así fue recogido a la mañana siguiente por los diarios italianos.
En la práctica no había forma de cumplir la orden: no es fácil distanciarse en Asís los metros exigidos, porque con tantos monumentos… dónde establecer la equidistancia…
Pronto la policía se vio desbordada en el intento de alejar a los desconcertados mendicantes que continuamente traspasaban los límites, y no tanto por transgredir el edicto, sino porque no sabían calcular la distancia, acostumbrados a medir solo los peldaños que le llevarían hasta el pórtico de la gloria del gremio.
Por aquellos días llegó a la bella ciudad un avispado trotamundos que realizaba negocios con los paises asiáticos, donde la mano de obra es barata y había obtenido el título de experto en habilidades sociales con grupos de marginados. Este individuo pronto comprendió que aquello era un problema de eficacia y organización. Aquellos descamisados necesitaban un líder y ése era él y por eso estaba allí. Las nuevas hordas interculturales aún no habían aprendido en tantas generaciones de oficio que, a nuevos tiempos, nuevos inventos. Se puso al habla con su socio de Hong Kong para que le enviara un conteiner de GPS. Primero se ganó a los mafiosos y les regaló los primeros cincuenta aparatos, más la promesa de un tanto por ciento adicional si conseguían convencer al resto de afectados de las ventajas del invento.
Así fue como esta medida satisfizo tanto a la curia como a las demás fuerzas vivas y hasta hubo alguna ONG que consiguió subvenciones para ayudar a su adquisición. Naturalmente había que acreditar que se pertenecía a la cohorte de pordioseros sin oficio ni beneficio de toda la vida, o ser obrero en paro, empleado mileurista, yonqui marginal, gitano rumano, violinista ucraniano, contrabajista ruso, bailarín de tango argentino, cantante chileno, ranchero mexicano, indio del Machu-Pichu, o viejos sin hogar, de esta manera ⎯ como matizó nuestro avispado trotamundos en la entrevista con el alcalde⎯, y de paso se podría realizar al fin un censo de este descontrolado sector de la sociedad.
La venta de GPS hizo rico a nuestro hombre. La noticia traspasó los muros de Asís y se hizo eco en el resto de las ciudades de la Toscana y del resto de Italia, que demandaban este aparato medidor, que calcula mejor que un murciélago donde está el muro o la estatua prohibida.
Las autoridades responsables de la ciudad de Asís han otorgado una medalla al mérito a la innovación a nuestro avispado empresario que ha logrado devolver la seguridad y la tranquilidad a la bella ciudad Umbría.