La magdalena por Tiziano
De vez en cuando, tras las confesiones, don Lorenzo, el párroco de la Iglesia que tiene nombre de pecadora bíblica, doblaba la estola, cerraba los postigos del habitáculo sagrado, hacía una genuflexión ante el altar mayor y salía del templo. Atravesaba la plaza cuando la luz del atardecer se desprendía de las paredes, balanceando los pliegues de su sotana; tanteaba la hilera de botones que recorría su esqueleto, allí donde se abotonaban los deseos, se aflojaba el alzacuellos de color blanco que resaltaba el rojizo de su piel y se internaba presuroso por las tortuosas calles del barrio alto.
El barrio donde se emplazaba el templo, y del que recibía el nombre, lo formaban humildes casas de cal y teja con algunos geranios en los balcones. Sus calles estrechas, de cantos rodados, impedían el paso a los coches, por lo que el ir y venir de las beatas hacia la iglesia suponía un entretenimiento de sobremesa excelente para las vecinas que fisgoneaban tras los visillos. Iban con velo de encaje negro las señoras, y de pañolón tupido, las de la prole, camino hacia la misa de la tarde.
Con los primeros tañidos de la vieja campana, que llamaba a misa, se alertaba el vecindario mujeriego. Un firme taconeo de zapatos repiqueteaba sobre el adoquinado de la calle que desembocaba en la plaza; primero como castañuelas, después como el redoble de un tambor. Don Lorenzo avanzaba ágil y sonriente, imprimiendo a su sotana un baile de pliegues tersos y susurrantes. Un reguero de suspiros le acompañaba hasta que se lo tragaba el portón parroquial.
Nada más pisar la sacristía, un par de monaguillos con faldillas encarnadas le besaban la mano con respeto y se disponían a vestirle. El habitáculo bullía de mujeres. Acudían cada tarde para ayudarle en los oficios sagrados, y no cesaban de alborotar abriendo y cerrando cajones, alisando pañitos, abrillantando cálices y hablando sin cesar con don Lorenzo.
Don Samuel, el coadjutor, penetró en la sacristía con el pretexto de tomar un libro sagrado, en su boca un siseo de rabia contenida, y en su determinación hacer callar aquel enjambre de mocitas calenturientas: <>.
Después de la misa los dos sacerdotes ocupaban sus respectivos confesionarios, que dejaban ver desde fuera al confesor. Las mujeres se arremolinaban en los bancos próximos al de Lorenzo ⎯ así le gustaba que lo llamaran, sin el don por delante⎯. Junto al de don Samuel sólo se veía alguna vieja y casualmente algún hombre.
Lorenzo era de naturaleza robusta, no muy alto, de tez morena, ojos oscuros de mirada pícara y penetrante; su cabeza inteligente se apoyaba en un poderoso cuello de recios músculos recorrido por algunas venas que cual serpientes se movían inquietas como si pretendieran escapar de aquel cilindro volcánico. De no haber profesado desde muy joven, hubiera sido uno de los partidos más cotizados de la ciudad.
Los jueves por la tarde acudía a misa una atractiva mujer, de porte distinguido y senos exuberantes. Su pelo, color castaño dorado, y sus ojos del color de las olivas del entorno, le conferían una gran belleza al rostro. Aguardaba en un banco apartado a que las demás mujeres se confesaran para acercarse al confesionario de don Lorenzo. Se arrodillaba en el lateral, con la cabeza pegada a la celosía que la separaba del cura, y su perfil dibujaba arabescos de la blonda del velo que ocultaba sus labios de morbosas miradas ajenas. Allí permanecía largo tiempo, cada jueves de cada semana. Después de cumplir la penitencia, se despojaba del velo y lo metía en su bolso. A continuación se perdía por los tortuosos callejones del barrio alto que tiene nombre de pecadora.
Cada día se repetía el mismo ritual: las mujeres disputándose el mejor lugar en la sacristía y rivalizando por ser imprescindibles para don Lorenzo. El joven párroco alentaba estos comportamientos y familiaridades gastando bromas a aquel enjambre de florecillas a su alrededor, que alegraba su ministerio y de paso alentaba su vanidad, pecadillo que él consideraba menor. Pero no opinaban así don Samuel y el joven diácono que impartía la catequesis, que no le perdonaban el éxito y la popularidad que había adquirido, no sólo en el barrio sino en toda la ciudad.
Uno de esos días, don Lorenzo terminaba de sacarse la casulla de filillos de oro por su robusto cuello cuando se encontró con la desaprobadora y agria mirada del coadjutor. El párroco se colocó la estola de penitencia y pensó que aquél aún no le había perdonado su nombramiento, siendo don Samuel mayor y más antiguo en la parroquia. Al coadjutor le reconcomía los años de dedicación que había pasado en aquella barriada donde la miseria, la desidia y los vicios del sexo se multiplicaban sin que su proselitismo hubiera servido para llevar al redil a aquellas descarriadas ovejas, y sin que nadie le reconociera su ansiado ascenso en la jerarquía. El cambio de obispo, con ideas más progresistas, había inclinado la balanza hacia Lorenzo para dirigir la parroquia.
Don Samuel fue a ocupar su confesionario, en sus labios se dibujó una muestra de disgusto al comprobar tan exigua concurrencia…, entonces vio a doña Marta, recogida en un banco, con la blonda de su velo negro aureando su cara…y algo malvado le vino al pensamiento: hoy no es jueves…¿qué confidencias tan urgentes tendrá que compartir con Lorenzo? Será que esta adúltera aprovecha los días que su marido está fuera para citarse con…, ¿por qué siempre se queda rezagada para ser la última en confesar, ¿y por qué Lorenzo se ausenta con tanta rapidez, precisamente los mismos días que ella acude?
Tomó un libro sagrado y aguardó en el interior del confesionario con las cortinillas delanteras semiplegadas. Desde su camuflaje, veía el esbelto perfil de doña Marta arrodillada ante la celosía, con el tul negro ocultando su cara; sin nada, aparentemente, que desvelara al exterior las emociones que sentía la mujer, pero que no pasaban desapercibidas para un sabueso como el coadjutor que veía cómo asomaba una pequeña mancha de sudor en las axilas de la mujer e iba agrandándose a medida que pasaba el tiempo hasta casi invadirle el pecho. El coadjutor se frotó las manos y las rodillas entumecidas, y se dijo que en el templo no hacía precisamente calor.
Esa tarde, don Samuel envió al joven diácono que siguiera con disimulo al párroco a la salida del templo, al ir de paisano no levantaría sospechas.
Lorenzo, con los faldones recogidos, ascendía con ligereza las empinadas callejuelas, deteniéndose brevemente bajo los dinteles de algunas casas para acariciar la cabeza de los niños o charlar con las madres que los despiojaban. La maledicencia seguía el rastro de sus pisadas y se encaramaba desde los postigos de las puertas, semientornadas, hasta las barandas de los balcones, donde siempre había alguna mujer regando las plantas. El recorrido por las tortuosas calles permitía esconderse en un recodo o al abrigo de una puerta; el diácono anduvo de puntillas por la Calle de los Herradores, Portillo de San Jerónimo, Callejón de la Parra… Allí vio cómo el párroco se detenía, introducía una llave en la cerradura y se perdía tras el portón. En uno de los balcones había tendida ropa interior femenina. De repente, un taconeo pausado y armonioso, le apremió a meterse en un zaguán cercano. Era doña Marta, que con los ojos en el pavimento avanzaba sorteando las puntiagudas piedras. Se paró en la misma casa donde había entrado don Lorenzo, abrió con su propia llave y accedió a su interior.
Las sospechas del diácono se hacían evidentes a los oídos de don Samuel: en esa calle sólo había casas de putas, la pareja se citaba en una de esas casas de lenocinio, donde se da rienda a la lujuria y el desenfreno. Él, don Samuel, que algunas noches salía a la calle disfrazado de paisano, cubierto con un sombrero, a luchar con la tentación al aire libre; a cansar la carne con agotadores paseos; a olfatear el morbo de la sensualidad y el vicio para probarse que nunca habría de caer en él, y regresaba a su casa ebrio de felicidad por la victoria de la virtud tras haber triunfado a la tentación… Él, principal merecedor de pastorear su grey, se veía relegado al papel de segundón, al oscuro puesto en la jerarquía eclesiástica como coadjutor bajo las órdenes de aquel curita lujurioso y pecador. En sus ojos mortecinos cruzó, después de mucho tiempo, una ráfaga de luz, y sus comisuras dibujaron una sonrisa maliciosa: ¡Ah, pero esto no iba a quedar así! ¡La curia entera sabría quién era el tal don Lorenzo! Y salió del templo haciendo cábalas, fraguando intrigas y cavando tumbas.
Lo primero que hizo fue acudir al obispo, ese tan progre que le había ninguneado, y ponerle al tanto de los hechos. La respuesta del pastor fue cauta ante la impaciencia que mostraba el acusador: lo mejor será que observemos su conducta durante un tiempo… y actuemos en consecuencia. Es una cuestión muy delicada para la reputación de la Iglesia…
Y la red de la trama seguía su curso: el joven diácono cual perro adiestrado rastreaba la estela del perfume de Marta por los tristes y fatigosos callejones del barrio alto que tiene nombre de pecadora.
Don Samuel, no hay duda, siguen viéndose en la misma casa del Callejón de la Parra…
Y el coadjutor, con las pruebas y los testigos más convincentes, intenta forzar al obispo a que actúe de inmediato para cortar aquella relación escandalosa. Y el obispo consiente en que un canónigo acompañe a don Samuel en su inquisitorial comprobación y cuelgue el sambenito sobre el varonil cuerpo del párroco.
Uno de esos jueves, cuando la luz de la tarde vestía de violeta el alminar de la torre, dos figuras con manteos sagrados ascendían por el barrio alto con las capas lamiendo las paredes ante el asombro de las mujeres que voceaban a sus niños para que se recogieran en sus casas: ¿Qué se les habrá perdío a sus señorías por aquí?, ¿ se habrá muerto alguien?
⎯¡Abran en nombre de Dios!
El portón del Callejón de la Parra, en cuyos balcones se columpiaba ropa interior femenina, se abrió a los purpurados. Una extraña mujeruca, vieja y esperpéntica, les hizo pasar. Tenía la cara pintarrajeada con redondeles rosa en los pómulos, y el carmín de los labios se le había corrido invadiendo parte de su barbilla.
Al entrar, un hedor a carne en descomposición hizo dar un paso atrás a sus ilustrísimas en su codicioso avance y les obligó a sacar los pañuelos y tapar sus delicadas narices: por todas partes se veían camas e improvisados catres con cuerpos de mujeres semidesnudos, con llagas abiertas en las ingles, en el ano, en los órganos sexuales… Algunas aparecían con los labios y las axilas hinchados, y por el aire viciado iban y venían desgarradores lamentos y ayes.
Los purpurados continuaron hacia los cuartos interiores, donde se encontraron en su misión indagatoria ante mujeres de ojos febriles, casi calvas, con las partes pudendas al descubierto… pero sin ánimo de ofender a dios ni a su santa iglesia. Y al fondo distinguieron una figura conocida, una figura con la sotana remangada hasta la cintura, que junto a una hermosa mujer se afanaba en lavar, cambiar las gasas de aquellas asquerosas pústulas que se iban comiendo la carne de tan desventuradas mujeres y reconfortar sus cuerpos con unas cucharadas de caldo. Tan absortos estaban Lorenzo y Marta, que ni siquiera se percataron de la presencia de tan regios eclesiásticos.
El barrio donde se emplazaba el templo, y del que recibía el nombre, lo formaban humildes casas de cal y teja con algunos geranios en los balcones. Sus calles estrechas, de cantos rodados, impedían el paso a los coches, por lo que el ir y venir de las beatas hacia la iglesia suponía un entretenimiento de sobremesa excelente para las vecinas que fisgoneaban tras los visillos. Iban con velo de encaje negro las señoras, y de pañolón tupido, las de la prole, camino hacia la misa de la tarde.
Con los primeros tañidos de la vieja campana, que llamaba a misa, se alertaba el vecindario mujeriego. Un firme taconeo de zapatos repiqueteaba sobre el adoquinado de la calle que desembocaba en la plaza; primero como castañuelas, después como el redoble de un tambor. Don Lorenzo avanzaba ágil y sonriente, imprimiendo a su sotana un baile de pliegues tersos y susurrantes. Un reguero de suspiros le acompañaba hasta que se lo tragaba el portón parroquial.
Nada más pisar la sacristía, un par de monaguillos con faldillas encarnadas le besaban la mano con respeto y se disponían a vestirle. El habitáculo bullía de mujeres. Acudían cada tarde para ayudarle en los oficios sagrados, y no cesaban de alborotar abriendo y cerrando cajones, alisando pañitos, abrillantando cálices y hablando sin cesar con don Lorenzo.
Don Samuel, el coadjutor, penetró en la sacristía con el pretexto de tomar un libro sagrado, en su boca un siseo de rabia contenida, y en su determinación hacer callar aquel enjambre de mocitas calenturientas: <
Después de la misa los dos sacerdotes ocupaban sus respectivos confesionarios, que dejaban ver desde fuera al confesor. Las mujeres se arremolinaban en los bancos próximos al de Lorenzo ⎯ así le gustaba que lo llamaran, sin el don por delante⎯. Junto al de don Samuel sólo se veía alguna vieja y casualmente algún hombre.
Lorenzo era de naturaleza robusta, no muy alto, de tez morena, ojos oscuros de mirada pícara y penetrante; su cabeza inteligente se apoyaba en un poderoso cuello de recios músculos recorrido por algunas venas que cual serpientes se movían inquietas como si pretendieran escapar de aquel cilindro volcánico. De no haber profesado desde muy joven, hubiera sido uno de los partidos más cotizados de la ciudad.
Los jueves por la tarde acudía a misa una atractiva mujer, de porte distinguido y senos exuberantes. Su pelo, color castaño dorado, y sus ojos del color de las olivas del entorno, le conferían una gran belleza al rostro. Aguardaba en un banco apartado a que las demás mujeres se confesaran para acercarse al confesionario de don Lorenzo. Se arrodillaba en el lateral, con la cabeza pegada a la celosía que la separaba del cura, y su perfil dibujaba arabescos de la blonda del velo que ocultaba sus labios de morbosas miradas ajenas. Allí permanecía largo tiempo, cada jueves de cada semana. Después de cumplir la penitencia, se despojaba del velo y lo metía en su bolso. A continuación se perdía por los tortuosos callejones del barrio alto que tiene nombre de pecadora.
Cada día se repetía el mismo ritual: las mujeres disputándose el mejor lugar en la sacristía y rivalizando por ser imprescindibles para don Lorenzo. El joven párroco alentaba estos comportamientos y familiaridades gastando bromas a aquel enjambre de florecillas a su alrededor, que alegraba su ministerio y de paso alentaba su vanidad, pecadillo que él consideraba menor. Pero no opinaban así don Samuel y el joven diácono que impartía la catequesis, que no le perdonaban el éxito y la popularidad que había adquirido, no sólo en el barrio sino en toda la ciudad.
Uno de esos días, don Lorenzo terminaba de sacarse la casulla de filillos de oro por su robusto cuello cuando se encontró con la desaprobadora y agria mirada del coadjutor. El párroco se colocó la estola de penitencia y pensó que aquél aún no le había perdonado su nombramiento, siendo don Samuel mayor y más antiguo en la parroquia. Al coadjutor le reconcomía los años de dedicación que había pasado en aquella barriada donde la miseria, la desidia y los vicios del sexo se multiplicaban sin que su proselitismo hubiera servido para llevar al redil a aquellas descarriadas ovejas, y sin que nadie le reconociera su ansiado ascenso en la jerarquía. El cambio de obispo, con ideas más progresistas, había inclinado la balanza hacia Lorenzo para dirigir la parroquia.
Don Samuel fue a ocupar su confesionario, en sus labios se dibujó una muestra de disgusto al comprobar tan exigua concurrencia…, entonces vio a doña Marta, recogida en un banco, con la blonda de su velo negro aureando su cara…y algo malvado le vino al pensamiento: hoy no es jueves…¿qué confidencias tan urgentes tendrá que compartir con Lorenzo? Será que esta adúltera aprovecha los días que su marido está fuera para citarse con…, ¿por qué siempre se queda rezagada para ser la última en confesar, ¿y por qué Lorenzo se ausenta con tanta rapidez, precisamente los mismos días que ella acude?
Tomó un libro sagrado y aguardó en el interior del confesionario con las cortinillas delanteras semiplegadas. Desde su camuflaje, veía el esbelto perfil de doña Marta arrodillada ante la celosía, con el tul negro ocultando su cara; sin nada, aparentemente, que desvelara al exterior las emociones que sentía la mujer, pero que no pasaban desapercibidas para un sabueso como el coadjutor que veía cómo asomaba una pequeña mancha de sudor en las axilas de la mujer e iba agrandándose a medida que pasaba el tiempo hasta casi invadirle el pecho. El coadjutor se frotó las manos y las rodillas entumecidas, y se dijo que en el templo no hacía precisamente calor.
Esa tarde, don Samuel envió al joven diácono que siguiera con disimulo al párroco a la salida del templo, al ir de paisano no levantaría sospechas.
Lorenzo, con los faldones recogidos, ascendía con ligereza las empinadas callejuelas, deteniéndose brevemente bajo los dinteles de algunas casas para acariciar la cabeza de los niños o charlar con las madres que los despiojaban. La maledicencia seguía el rastro de sus pisadas y se encaramaba desde los postigos de las puertas, semientornadas, hasta las barandas de los balcones, donde siempre había alguna mujer regando las plantas. El recorrido por las tortuosas calles permitía esconderse en un recodo o al abrigo de una puerta; el diácono anduvo de puntillas por la Calle de los Herradores, Portillo de San Jerónimo, Callejón de la Parra… Allí vio cómo el párroco se detenía, introducía una llave en la cerradura y se perdía tras el portón. En uno de los balcones había tendida ropa interior femenina. De repente, un taconeo pausado y armonioso, le apremió a meterse en un zaguán cercano. Era doña Marta, que con los ojos en el pavimento avanzaba sorteando las puntiagudas piedras. Se paró en la misma casa donde había entrado don Lorenzo, abrió con su propia llave y accedió a su interior.
Las sospechas del diácono se hacían evidentes a los oídos de don Samuel: en esa calle sólo había casas de putas, la pareja se citaba en una de esas casas de lenocinio, donde se da rienda a la lujuria y el desenfreno. Él, don Samuel, que algunas noches salía a la calle disfrazado de paisano, cubierto con un sombrero, a luchar con la tentación al aire libre; a cansar la carne con agotadores paseos; a olfatear el morbo de la sensualidad y el vicio para probarse que nunca habría de caer en él, y regresaba a su casa ebrio de felicidad por la victoria de la virtud tras haber triunfado a la tentación… Él, principal merecedor de pastorear su grey, se veía relegado al papel de segundón, al oscuro puesto en la jerarquía eclesiástica como coadjutor bajo las órdenes de aquel curita lujurioso y pecador. En sus ojos mortecinos cruzó, después de mucho tiempo, una ráfaga de luz, y sus comisuras dibujaron una sonrisa maliciosa: ¡Ah, pero esto no iba a quedar así! ¡La curia entera sabría quién era el tal don Lorenzo! Y salió del templo haciendo cábalas, fraguando intrigas y cavando tumbas.
Lo primero que hizo fue acudir al obispo, ese tan progre que le había ninguneado, y ponerle al tanto de los hechos. La respuesta del pastor fue cauta ante la impaciencia que mostraba el acusador: lo mejor será que observemos su conducta durante un tiempo… y actuemos en consecuencia. Es una cuestión muy delicada para la reputación de la Iglesia…
Y la red de la trama seguía su curso: el joven diácono cual perro adiestrado rastreaba la estela del perfume de Marta por los tristes y fatigosos callejones del barrio alto que tiene nombre de pecadora.
Don Samuel, no hay duda, siguen viéndose en la misma casa del Callejón de la Parra…
Y el coadjutor, con las pruebas y los testigos más convincentes, intenta forzar al obispo a que actúe de inmediato para cortar aquella relación escandalosa. Y el obispo consiente en que un canónigo acompañe a don Samuel en su inquisitorial comprobación y cuelgue el sambenito sobre el varonil cuerpo del párroco.
Uno de esos jueves, cuando la luz de la tarde vestía de violeta el alminar de la torre, dos figuras con manteos sagrados ascendían por el barrio alto con las capas lamiendo las paredes ante el asombro de las mujeres que voceaban a sus niños para que se recogieran en sus casas: ¿Qué se les habrá perdío a sus señorías por aquí?, ¿ se habrá muerto alguien?
⎯¡Abran en nombre de Dios!
El portón del Callejón de la Parra, en cuyos balcones se columpiaba ropa interior femenina, se abrió a los purpurados. Una extraña mujeruca, vieja y esperpéntica, les hizo pasar. Tenía la cara pintarrajeada con redondeles rosa en los pómulos, y el carmín de los labios se le había corrido invadiendo parte de su barbilla.
Al entrar, un hedor a carne en descomposición hizo dar un paso atrás a sus ilustrísimas en su codicioso avance y les obligó a sacar los pañuelos y tapar sus delicadas narices: por todas partes se veían camas e improvisados catres con cuerpos de mujeres semidesnudos, con llagas abiertas en las ingles, en el ano, en los órganos sexuales… Algunas aparecían con los labios y las axilas hinchados, y por el aire viciado iban y venían desgarradores lamentos y ayes.
Los purpurados continuaron hacia los cuartos interiores, donde se encontraron en su misión indagatoria ante mujeres de ojos febriles, casi calvas, con las partes pudendas al descubierto… pero sin ánimo de ofender a dios ni a su santa iglesia. Y al fondo distinguieron una figura conocida, una figura con la sotana remangada hasta la cintura, que junto a una hermosa mujer se afanaba en lavar, cambiar las gasas de aquellas asquerosas pústulas que se iban comiendo la carne de tan desventuradas mujeres y reconfortar sus cuerpos con unas cucharadas de caldo. Tan absortos estaban Lorenzo y Marta, que ni siquiera se percataron de la presencia de tan regios eclesiásticos.