miércoles, 9 de diciembre de 2009

Nuevo capítulo de Los valles olvidados

Nicola y Pedri, dos alumnos hermanados

Nicola fue uno de los primeros alumnos extranjeros que se matriculó en la escuela. Era el mayor de tres hermanos que aún eran pequeños según los padres para ser educados fuera del hogar. Sus padres procedían de centroeuropa y hacía poco que se habían instalado en un antiguo molino junto al Arroyo de la Culebrilla, que antaño hacía girar la piedra que molía el trigo de los aldeanos, hasta que su decadencia por falta de uso le dejó en estado ruinoso.
El padre de Nicola tenía una filosofía de la educación en la que los primeros años del niño no debían ser contaminados por maestros ajenos a sus padres.
Nicola acudía cada mañana a la escuela, pero el chico no se quería quitar un gorro de lana que le cubría hasta las cejas. Elena se dio cuenta de que tenía piojos porque sus dedos no daban tregua en el oficio del “rascacio”. El gorro del chico podría volar por su cuenta si no lo llevara tan ajustado o se lo quitara alguna vez, pero esto no lo había conseguido ni su padre. Desde ese momento no traspasaba el umbral del aula porque la maestra no se lo permitía a no ser que se librara de aquellos piojos. Así que Elena le sacaba los deberes al porche y éste se marchaba. Al día siguiente o pasados unos días la maestra se los corregía.
Nicola se pasaba el día fuera de su casa. Recorría la Sierra como un animalillo más en busca de algún tesoro, cueva o resto arqueológico que descubrir. Esta era su pasión, y en cuanto a sus deberes de escolar, ya había llegado a un arreglo con los maestros: solo les acompañaría en sus salidas al entorno, porque allí no había peligro de contagiar de insectos a los otros alumnos.
Nicola fue el que más influyó en Pedri, el más viejo de los escolares ⎯así le llamaban los demás niños porque ya había cumplido 14 años.
Aunque Elena intentó darle la responsabilidad de ayudante para los más pequeños en las tareas de repasar la lectura y escritura…, en cuanto se daba la vuelta éste desaparecía para entablar conversación con Pablo en el piso de arriba de la casa o en el taller donde éste modelaba. Pedri no estaba hecho para la escuela, no le interesaba lo que decían aquellos libros por más que Elena se empeñara en desentrañar su utilidad. Él tenía un destino claro desde que nació: pastorear el rebaño en cuanto su padre se hiciera viejo… Y era notorio que había empeño por parte de éste para que la vejez se acelerara. Si lo mandaban a la escuela era por no dejar solos a sus dos hermanos pequeños por aquellos caminos intransitables y con el peligro de la crecida del río en invierno, que tenían que cruzar cada mañana cuando la luz del alba aún se desperezaba.
Pedri manejaba la honda mejor que David, aunque nunca derribó a ningún Goliat; se conformaba con las ardillas y las liebres porque le gustaba el sabor de su carne a tomillo y romero. Como le tenían prohibido sacar su tesoro en clase, la honda permanecía en su bolsillo hasta que no podía resistir el nerviosismo de los dedos que acababan hurgando en el interior del pantalón palpando y tensando la goma de aquel instrumento de muerte fabricado por él mismo. Su almuerzo diario solía ser ardilla frita y troceada, que siempre comía durante el recreo, y que traía en una fiambrera de aluminio.
La calle era el hábitat natural de Nicola ⎯su padre no le dejaba comer en la mesa familiar si antes no pasaba por el agua y el jabón⎯, pero esto no suponía ninguna tragedia para el resto de la familia ni para él mismo, que consideraba beneficiosos a sus “huéspedes” porque le activaban el cerebro y le regeneraban la sangre con sus picotazos. Aparte de esta manía, el chico era educado, tranquilo y maduro para sus pocos años de adolescente. Otra de sus aficiones era construir miniaturas en madera que desbastaba con una navaja. Su contribución a la escuela fue una colección de piezas de animales que adornaron las repisas del aula.
Un día apareció contento por el hallazgo de un par de monedas que una vez limpias resultaron ser de plata y de origen árabe, y un trozo de cuerda con unas perlas ensartadas que podrían ser aljófares. Él estaba seguro de que por allí anduvieron los moros en otros tiempos, y su descubrimiento se confirmó más tarde cuando recabaron la opinión de un profesor de instituto del pueblo, al que consultaron.
Nicola era listo como una ardilla, aprendió español con facilidad, y podría sobrevivir en cualquier lugar y época. No se amilanaba ante los fenómenos atmosféricos, los animales o la intemperie… Si se le hacía de noche, se refugiaba en una cueva o se construía un refugio con bóveda de ramas y lecho de hojas. Jamás molestaba a nadie ni le molestaban… Los alumnos acabaron por respetarle, porque a pesar del estigma de los piojos, percibían en él algo especial que a ellos se les escapaba… y le dejaban ser él mismo y ya no le gastaban chanzas a cuento de su falta de higiene y del mal olor que andaba pegado a su cuerpo.
Cuando Pedri se encontró con Nicola por primera vez fue consciente de un alma gemela. Si no en las formas ⎯más civilizadas las del extranjero y más salvajes en el autóctono⎯, sí admiraba sus ansias de independencia y el no sometimiento a su progenitor. Tampoco le importaron los piojos pasados los días, y en cuanto Nicola se dejaba caer por allí, se perdía del aula y se adentraba con él entre los pinos carrascos persiguiendo a las ardillas que corrían que se las pelaban entre el camuflaje de las ramas porque sabían que donde Pedri ponía el ojo… ardilla que iba a la cazuela. Pedri se ganó a Nicola llevándole a cazar cabezones ⎯ alevines según Elena⎯, recién nacidos de los huevos de las ranas, y a meterlos en botes con agua para el laboratorio de la escuela, a localizar el paso de los animales por las huellas y excrementos que dejaban en la tierra, a jugar al acertijo del nombre de las aves por la envergadura de sus alas y la forma de volar… y luego lo llevó hasta donde crece la mejor madera de boj, la más blanda para desbastar sus piezas de artesanía.
Para Elena era una incógnita cómo se entendían y en qué idioma hablaban aquellos muchachos que aparentemente solo eran parejos en la edad; pero, pronto, la rusticidad primitiva del viejo escolar se fue dulcificando con las maneras del pequeño espeleólogo, y éste dejó atrás su soledad y sus piojos porque Pedri le enseñó las ventajas de bañarse en las prohibidas aguas del pantano.
Algo estaba cambiando en Los Otros Valles y era otra forma de estar en la vida; ni mejor ni peor, simplemente diferente, más autónoma, menos esclava de las normas heredadas.

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