lunes, 26 de octubre de 2009

Nacido para el mar















Era un domingo de final de verano. Me relajaba bajo el oasis de palmeras de la playa. En mis manos sostenía un libro que se empeñaba en que fijara mis ojos en él, pero estos andaban vagando a mi alrededor.

El sol me lanzaba guiños tras las palmas, el frescor de la hierba cosquilleaba mis pies, (¡qué cosas, césped a la orilla del mar!), niños que se empeñaban en construir castillos de arena demasiado cerca de la marea, otros pretendían llenar con su cubito improvisados océanos y corrían hasta la orilla trasegando agua hasta quedar decepcionados y abandonar su tarea desalentados por aquel agujero que parecía no tener fondo; algunos jóvenes se dejaban acariciar por los ardorosos rayos como amantes complacidos…, tantas sensaciones había a mi alrededor que guardé el libro en mi bolsa playera y me acerqué a la orilla. Demasiado fría. Decidí pasar de bañarme.

Entonces vi que se deslizaba un hombre joven en una silla de ruedas por la hierba del oasis. Estaba solo. Dejó a un lado las muletas y procedió a quitarse la camiseta. Su torso era robusto y velludo, sus hombros anchos y sus brazos musculosos y fuertes. Luego se bajó los pantalones y aparecieron dos piernas sin forma, delgadas y blandas, como si no las sustentara ningún hueso. Me pareció un hombre con dos mitades de cuerpos distintos, como si se los hubieran unido artificialmente. Después, con dificultad, se alzó de la silla y se apoyó en las muletas hasta que se acabó la hierba. Allí las abandonó y reptó por la ardorosa arena dejando un sendero hasta el mar.

Yo tenía curiosidad por ver cómo se las arreglaría en el agua. Para mi sorpresa, en cuanto se adentró en el mar su cuerpo se hizo ágil y sus brazos poderosos le llevaban atravesando las corrientes frescas y amigables, compasivas y salutíferas. Le vi sonreír por primera vez, sin duda se sentía liberado de sus extremidades, inútiles para la tierra pero ligeras para el líquido salino que las sustentaba. El joven seguía adentrándose como un bañista más dejándose acunar por el único elemento para el que, quizás, este hombre había nacido.

Mis ojos dejaron de verlo perdiéndose en el infinito. Quién sabe si allí en el horizonte le esperaba una sirena en el reino sumergido del silencio.

Cuando regresé al oasis ya se había borrado el sendero trazado en la arena.


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