domingo, 18 de enero de 2009

Los valles olvidados




LOS VALLES OLVIDADOS es el título de mi primera obra narrativa larga, que ha merecido un premio de la Diputación de Jaén el pasado mes de Diciembre, y será editada próximamente.
Os envío el primer capítulo.Para los próximos habrá que esperar a su publicación.

Capítulo I

En Los Otros Valles hay tres sierras hermanadas que no se conocen bien, a pesar de que sus cuerpos están formados desde siglos por la misma materia y que las mismas aguas y los mismos vientos las han modelado hasta llegar a ser estos gigantes de aparente quietud que no cesan en su trajín diario, sin importarles lo que piensen los seres que a sus expensas se han instalado en su epidermis.
Estas tres hermanas, de la provincia de Jaén, iguales en la niñez y juventud, han heredado en su madurez atributos que les han configurado almas bien distintas: una es famosa y presume de renombre internacional, las otras, aunque la propaganda se empeña en hermanarlas, siguen siendo las desconocidas de la triada. Aunque esto también tiene sus ventajas, como veremos.
En cada una de las sierras se instalaron seres voraces y movedizos que viven a expensas de ellas y ejercen una incesante tarea de construcción y derrumbe que les consume mucha energía ⎯las enciclopedias los denominan vegetales y animales y los consideran seres inferiores⎯. Tampoco los humanos ven el momento de dedicarse a labores más creativas, porque se esfuerzan de sol a sol en duras tareas para sobrevivir. Sólo la noche suele traer la calma y el sosiego a estos parajes y, en ocasiones, a sus vecinos, cuando derrengados caen en sus lechos después de cada intensa jornada.
Los cuerpos de estas montañas acogen ríos que beben de las mismas aguas y realizan quehaceres similares, solo que uno de ellos viaja más; su nombre es de origen árabe ⎯Guadalquivir⎯, es famoso allende sus riberas y va a morir a la mar, y los otros son sus hermanos menores y tienen querencia de embalse.
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Aunque todavía la claridad del alba es muy leve, en los Otros Valles ya se percibe la luz del amanecer, ese instante en que la vida toma la decisión de renovarse. El kikiriki de los gallos rompió el silencio mañanero. A este nuevo sonido le siguió el zureo de palomas, ladridos de perros, esquilas de ganado y un ¡quiaaa!, ¡quiaaa!, ¡ieeeeeeh…!; agudos silbidos y berridos de pastores que intentaban dirigir a los animales.

A esas horas ya se había levantado Eufrasio, el pastor. Con un penetrante silbido convocó a los perros: un mastín, de pelaje blanco terroso, al que llamaba Marco y que estaba viejo y achacoso pero que aún respondía bien al ataque de alguna alimaña; y otro inquieto, con vocación de sargento cuartelero que ponía en orden a la tropa de aquellas ovejas estúpidas y gregarias, amontonadas ahora junto a la puerta del redil pretendiendo salir todas a la vez.
El pastor hundió sus manos curtidas y ásperas en el pilón frente al cortijo y se frotó la cara y las orejas con aquella lluvia fría y estimulante que le devolvió la lucidez y lo situó en la justa hora de su tarea cotidiana. Ese fue todo el ceremonial de su aseo, después alcanzó una botella de cristal con una etiqueta adherida donde se leía: Anís el castillo, bajo un dibujo de almenas doradas. Se llenó una copita y se la echó al coleto, carraspeó un par de veces y dio por concluido su desayuno y su dentífrico mañanero.
Eufrasio era hombre de edad madura pero indefinida; como casi todos los lugareños, que no recordaban sus años y solían recurrir a acontecimientos coincidentes en el tiempo: “yo nací en el año el hambre”, “mi madre me parió cuando la ria’ se llevó el puente del molino”... El paso de los años no suponía inquietud en sus vidas, ellos se regían por las estaciones y ciclos naturales; la mayoría no sabía leer ni escribir, ni les hacia falta recordar la fecha de nacimiento. Tampoco el deterioro físico estaba en su agenda, sabían que su misión en este mundo era trabajar de sol a sol hasta que el cuerpo aguantara, formar una familia y que los hijos les ayudaran a soportar la vejez como ellos lo habían hecho con sus padres, por eso la soltería no se entendía y sobre el célibe recaía el sambenito de la sospecha acerca de su hombría.
Esa sospecha era el estigma que llevaba prendido Tomás, que era soltero y vivía con su madre, y debía aguantar las chanzas de sus vecinos, justificando su indefinición sexual con la excusa de que no habría mujer que aguantara a su madre, y andaba siempre solitario y taciturno. Pero lo cierto es que Tomás no se explicaba por qué sentía aquella presión en el bajo vientre y se le trababa la nuez en la garganta cada vez que coincidía con Aurelio en la tiná de la roca que da vista al pantano.

La existencia resignadamente aceptada y una punta de ganado era la herencia que los rústicos destinaban a sus hijos. Que el tiempo no cambiara este destino se debía posiblemente a que no daban más de sí o a su indolencia o egoísmo, pero también contribuía el aislamiento y la ignorancia en que habían vivido en aquellos valles rodeados de montañas, sin comunicación ni transporte, salvo una mula o burro que los acercara al molino de aceite o a la molienda del trigo una vez al año, y en pocas ocasiones al médico o a las ferias de ganado de los pueblos cercanos.
Eufrasio fue pastor de ovejas y cabras desde que le nacieron los dientes; era delgado, de tez morena que se perdía en el triángulo del cuello ⎯la única piel que permitía exponer al astro sol⎯, y en su cara lucía unos ojos azules que parecían dos ópalos robados al cielo, de tanto mirarlo mientras pastoreaba tumbado bajo las encinas. Cuando su cuerpo de adolescente se adensó y en sus adentros sintió el ardor que le producía la presencia de Felisa, una moza cabal, espabilada y limpia, la acechó cuando bajaba de atar al mulo Montesinos y, sin rodeos, le dijo que quería formar una familia, pero que no tenía posibles para un convite. Por eso se la llevó a una pensión del pueblo y allí la hizo mujer, sin cura, ni convidados, ni testigos, ni ajuares de novia, como rubricaban las bodas los lugareños que no tenían donde caerse muertos.
Eufrasio era ahorrador hasta en las palabras, sabía mandar con el gesto, y como sus ojos no servían para convencer a su prole, empleaba la correa, aunque la mayoría de las veces solo le bastaba con desabrochar la hebilla.

Ya despuntaba el sol por el pico de la montaña que da sombra al cortijo, cuando el pastor con su atuendo de diario, pantalón de pana y camisa parda, alpargatas de suela de goma y medias de lana enrolladas a media caña, capacha y cantimplora en bandolera, iba alejándose hacia su majada, que estaba en la meseta por encima de Jabalcaballo, a unas dos horas de camino. La jornada nunca se hacía de un tirón, sino con ‘estaciones’, como un lento vía crucis, para aprovechar el ramoneo de las cabras y los brotes nuevos crecidos al amparo de la escarcha madrugadora.

4 comentarios:

El desván de la memoria dijo...

¡Bravo por la iniciativa, Lola! Creo que es especialmente satisfactorio ser profeta en la tierra de uno, y es de agradecer que lo compartas como primicia en tu blog.
Un saludo,
Ramón

M.A dijo...

Hola, Lola:
Te digo como el profe, muy buena iniciativa compartir esto en tu blog. A ver si tenemos la oportunidad de leer pronto tu novela premiada.
Enhorabuena y un abrazo.
Mercedes.

Manuel dijo...

Cuando se publique, me gustaría leer un ejemplar.

El espíritu inquebrantable dijo...

Hola, Lola, paso por tu blog desde el de Teresa y me quedo por 3 motivos: 1. eres escritora, como nosotras; 2. eres licenciada en Historia (yo soy estudiante de 1º de esa carrera) y 3. Eres de Jaen o la conoces bien; mis padres y toda mi familia son de allá. También darte la enhorabuena por esa novela de próxima publicación. Yo escribo ahora la 4ª y espero poder publicarla entre este año y el próximo (si todo va bien). Espero que nos veamos por acá, y si quieres conocerme, pásate por mi blog.

http://juyjo.blogspot.com

UN BESO. Jules