Os invito a leer un capítulo donde aparece uno de esos personajes.
María tiene el cuerpo maduro y la mente de ángel inocente; está llena de un misterio descosido de la realidad, porque vive alejada del mundo y hasta de sí misma, enfrascada en la atención que le procuran los otros seres naturales y que le roban casi todo su tiempo y energías.
María nació con una gracia que le permitía comprender y sentir los amores y penas de los animales, las plantas y hasta de las piedras y de las estrellas, que para ella eran de la misma naturaleza que las de los demás seres del mundo.
Es la hija mayor de Anselmo, el pastor, y la que se levanta más temprano para ir a la fuente de la Canaleja a por un cántaro de agua para que su padre se lave, después sigue con sus tareas: dar careo a las gallinas para que picoteen algún gusano incauto, arrimar una piña al rescoldo para avivar el fuego, lavar la ropa en el pilón…, y así hasta la caída del sol. A esa hora desamarraba a las dos marranas que hociqueaban bajo las encinas y les daba suelta cuando percibía que ansiaban un macho. Anselmo había sido el gran descubridor de las leyes de la genética, desconocidas para los pastores y para él mismo en aquellos serratos, y se jactaba de que si una marrana blanca se cruzaba con un jabalí daría unas crías que valdrían más y sus jamones tendrían mejor sabor.
María, siguiendo su instinto, guiaba a sus hembras hacia los caminos donde las marcas de los árboles habían dejado una carta de presentación de uno de estos machos ásperos y salvajes, y podía oler su piel erizada e impregnada de ansiosa lujuria. Los jabalíes, que merodeaban emboscados, se dejaban engañar por estas hembras groseras y perezosas que aprovechaban la oscuridad y la ofuscación de sus congéneres evolucionados para que las dejaran preñadas. Luego, confirmando el saber del pastor, los lugareños asistían al nacimiento de unas crías híbridas con rayones en la espalda del color de algunos melones.
María realizaba estas y otras tareas sin rechistar, sin descomponer su cara dulcísima, porque su alma seguía intacta, sin desgastarse en arrebatos, pasos adelante y pasos que desandar. Su mente sin embargo era viajera y solía divagar hacia el territorio de los sueños. Permanecía absorta contemplando las estrellas, el deshilachado de las nubes o los aleteos de los gorriones en los olivos del camino.
Al termino del día, se dirigía a las orillas del pantano a dar de comer a las truchas. Iba desmigando un pedazo de pan y arrojándolo al agua para obligar a los peces a bailar para ella en las curvilíneas pistas que se formaban en el diamantino espejo. Miles de insectos se aferraban en los tallos de los juncos de la ribera y María percibía a los funámbulos absorbiendo las gotitas con las que nutrían sus cuerpos. Sabía cuándo una yegua había tenido trato con el caballo porque sentía blandos y calientes los ollares del animal y no se resistían al bocado. Era capaz de adivinar el palpitar de la nueva vida nada más palpar su panza y escuchar el gemido de las semillas en el instante en que se desmembraban para engendrar otro ser vegetal. Todo esto y mucho más era el patrimonio con el que había nacido la hija mayor de Anselmo, pero tan ignorado por él que nunca comprendió por qué la joven se marchó un día de la casa.
Con qué o quién soñaba la joven enajenada nadie lo sabía. Ella no conocía el amor de la carne de un hombre, pero en sus sueños siempre se hacía presente Ángel, el pastor del otro lado de la huerta de la Canaleja. María veía elevarse el humo de la chimenea de la casa del joven y adivinaba que sus hermanas le estaban preparando el almuerzo mañanero, y le llegaban oleadas a jara y romero, ese olor que emanaba de las ropas del muchacho y del que no pudo librarse desde que bailó con él en la fiesta de San Juan.
Que después no se vieran más, a pesar de la cercanía, era una ley cazurra de desavenencias entre los padres de ambos por una cuestión de lindes. Cuando María y Ángel se volvieron a encontrar en el siguiente solsticio, éste ya había entregado su cuerpo y su alma a Jana, la extranjera de cabellos color de paja como la que se agavillaba en la era.
Un día María desapareció carretera adelante siguiendo la Vía Láctea hasta que roló al Noreste. Le habían dicho en el mercado que en aquellas tierras ofrecían oportunidades a la medida de sus sueños. Tomó un autobús en el pueblo y viajó toda una jornada hasta que el vehículo se detuvo y vomitó a los viajeros.
El rastro de María se perdió durante las cuatro estaciones siguientes. En la primavera del año de la gran sequía, María volvió a casa de sus padres: enferma de alma, perdida la inocencia y perdido el don misterioso de comprender y compartir el pulso de la creación con el que había sido alumbrada.
5 comentarios:
Felicidades otra vez por ese libro, Lola.
Reconozco todas las sensaciones que relatas. Supongo que es como cuando un hijo se va de casa (los míos aún no tienen edad, por suerte), por un lado orgullo y satisfacción por el trabajo realizado, por otro la inevitable pérdida.
Un beso.
Felicidades por la publicación.
Ahora a disfrutar con él y a seguir escribiendo.
Imagino que Felisa te pedirá un ejemplar y pronto lo tendremos en casa.
Un abrazo desde Jaén.
Gracias por vuestros comentarios. la presentación del libro será el próximo otoño en Jaén. Ya os tendré al corriente de la fecha y espero que nos veamos los que podáis acudir.
Un beso, Lola
Enhorabuena, Lola:
Ya ves, todo esfuerzo tiene su recompensa. Leeré tu libro con cariño y espero que tus letras lleguen muy lejos.
Un abrazo de envidia (nada de la sana, porque la envidia nunca es sana, jajjaaj; broma, pero verdad).
Merce
Lola, un capítulo no, yo quiero el libro ya!, jaja, a ver cuando quedamos y te compro un ejemplar,
(dedicado eh?, jaja)
Felicidades,
Un beso,
Juanma
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